La lluvia se ha pegado como un enjambre de ventosas a las horas y acabarán por desplegarse por paredes y techos como si fueran una enredadera, una buganvilla, una verde hiedra o, mejor aún, una dama de noche.
Salgo a caminar sin paraguas, sin chubasquero, sin ninguna chaqueta metálica. Las calles permanecen vacías como las salas de espera, como las sombras que ya no tienen trabajo, como las orillas que se han quedado sin olas.
Un traje azul, aunque no sé muy bien si marino, una corbata de mil tonos amarillos y verdes mostaza. Un nudo Windsor, una camisa azafrán recién arrugada. La raya en el pelo con dos manos de gomina y un chaleco antidesesperanza a juego con unos zapatos de lana.
El día se disipa, solo quedan restos del naufragio. Una gaviota se pasea por el muelle, aunque lo hace volando. Un perro, no sé muy bien si labrador, ovejero o salvavidas, sube a un helicóptero que va en busca de alguna baliza.
Miro el movimiento de las nubes a través del ventanal. El viento riza las gotas de lluvia, que parecen diminutas aspas de molinos. De repente y sin venir a cuento suena el teléfono, es Laura, la conocí hace solo unos días y algunos años y todavía no le he dicho que vivo con otra y que no estoy casado. La verdad es que Laura me gusta mucho, pero no es lampiña del todo.

Son las tres de la tarde. El tiempo se va arrugando y convirtiendo en cenizas, en rescoldos, en humo que desaparece delante de tus narices y te dispones a cogerlo como un verdadero idiota y pretendes meterlo en ese frasco de cristal donde guardabas el café cuando madrugabas para ir a trabajar.
Las cosas se fueron desprendiendo de su tegumento, de su aparente solidez, de que eran para siempre.
Una mañana, y viniendo a cuento, resbalaste con dos o tres chinchetas, te diste con la cabeza en la cómoda y con la mano apagaste la luz de la lámpara cuando acabó en el suelo hecha pedazos. Tu compañera de cama, Úrsula, todavía no se ha enterado de nada. Duerme con un antifaz y unos tapones para no oírte roncar casi como un cerdo, si se pudiera comprobar.
El suelo está mojado del hielo del vaso de whisky de hace unas horas. Te arrastras como puedes hasta el baño. Enciendes la luz y gritas como un camello camino del matadero. Todo está encharcado de sangre, haces el recorrido de vuelta hasta la cama, Úrsula parece dormida y ajena a todo todavía. Levantas la persiana para que entre al menos un diente de sol, corres las cortinas y recibes de súbito dos disparos. Caes junto a Úrsula y mientras sientes que no la cuentas, te das cuenta de que ella no duerme.

Puede que sea demasiado tarde.
Puede que sea demasiado temprano.
Puede que todo se convierta en viruta de contrachapado.
Puede que coja un taxi para ir a lavar el coche.
Puede que contraiga matrimonio después de casarme.
Puede que el viento nos deje hundirnos con calma.
Puede que las olas laman la orilla.
Puede que un gigantesco pozo no ciego, pero algo miope, nos proteja de un pozo cercano repleto de pescado podrido.
Puede que me pele al cero, que abandone mi barba, que cambie casi por completo.
Puede que acabe muerto algún día y sin venir a cuento.
Puede que me dé por comer lentejas con angulas, morcillas con brócoli a la plancha por aquello de la grasa.
Puede que suba en globo, plante un algarrobo, escriba un libro, haga un trío y suba de golpe los ocho mil.
Puede que el invierno se convierta en una hermosa primavera, que el amor salpique con su fragancia todas las esquinas de la vida, y que la corriente sea tan fuerte que impregne cada rincón con su semilla.
Puede que ocurran cosas extraordinarias que nos permitan hacer un pastel, incluso con guinda.
Puede que estemos solos otra madrugada.
Estás como una regadera. Pero me gustan ciertas regaderas. La tuya no es como la de Gómez de la Serna, pero puede competir sin desmerecer. A mi mujer le encantaba coleccionar regaderas. Y pensamientos. Un abrazo.