Sabía elaborar el mejor queso del mundo; había seguido con atención las instrucciones de su abuela que, a su vez, había aprendido de sus mayores, una generación tras otra. Él había quedado viudo y sin hijos, pero, a pesar del silencio cotidiano del paraje, jamás se sintió totalmente solo. En el pueblo, pocos kilómetros de camino más abajo, siempre estaban los amigos dispuestos a compartir unos vasos de vino y una partida de cartas.
También le acompañaban sus tres perros, a los que hablaba como si pudieran entenderle y tal vez lo hacían, por el modo en el que le miraban durante sus monólogos sobre la vida, sentados todos frente al fogón de su cocina.
Conocía por su nombre a todos los animales de su cabaña y sabía de quién era hijo cada cordero que nacía, al fin y al cabo, él era el comadrón en los partos de sus cabras y pocas veces tuvo que pedir ayuda al viejo veterinario, solo un par de veces. En una ocasión, cuando uno de sus animales enfermó intoxicado y otra, cuando su perra pastora, la mejor ayudante que había tenido, cayó herida de muerte al enfrentarse a una alimaña defendiendo su ganado.
Sabía curtir las pieles con una pulcritud y destreza asombrosas. Cocinaba guisos exquisitos con cuatro cosas, “como toda la vida” decía él. Conocía el nombre y las propiedades curativas o alimenticias de cada yerba, de cada árbol y de cada flor y las utilizaba en su propio bien y en el de todo el que se lo pidiera.
Su casa no tenía cerrojos y era bienvenido todo aquel que, de cuando en cuando, se acercaba a visitarle. Conocía bien la posición de las estrellas por cientos de noches observando el cielo, humeando un cigarro entre sus dedos y podía, por el color de las nubes y el olor del viento, predecir si el tiempo les traería lluvia, frío o calor durante los meses posteriores.
Hablaba del mundo y de la vida con la profundidad de cualquier sesudo filósofo y reflexionaba sobre las cosas con calma, pues capacidad y tiempo nunca le faltaron.
Pero no, no sabía escribir.
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