¡Habrase visto algo igual! No parece que nuestra sociedad sea lo suficientemente consecuente para justificar la muerte y pedirle a los que se dedican a salvar vidas que ahora deben atender los deseos de las personas que no quieren seguir viviendo en este mundo porque no les gusta, porque todo lo que ven venir es sufrimiento y eso no lo admiten como pretensión de un futuro mejor. Una vez aprobada la ley de la eutanasia hemos perdido el norte, que es el lugar adonde nos decíamos cada mañana al despertar que debíamos de dirigirnos, siendo una clara prelación de nuestra razón de existir. Pero también hemos perdido nuestro sentido de la orientación y se nos ha puesto blando y resbaloso el suelo que pisamos, que ahora puede estar minado y ser sumamente peligroso caminar hacia nuestras ocupaciones, tanto las de obligado cumplimiento porque dependen de un contrato de trabajo como las que nos llevan por otros derroteros; así sea por estar de vacaciones o, incluso, por atender las demandas de personas que ya no pueden valerse por sí mismas. Por otro lado, ha sido descaradamente preocupante que esa ley se haya implantado sin haber dado oportunidades suficientes a los ciudadanos de debatir y explicar entre entendidos lo que trae detrás y las intenciones que ya van por delante. Mucha gente se levanta cada día para ir a un trabajo –el que sea– que consiste en cuidar a la gente, hacerle la vida más fácil y mejor y, por supuesto, facilitarle las cosas si tiene dificultades intelectuales o físicas para vivir con la mayor dignidad y dominio posibles. Dígase claramente: hay una parte muy importante de la sociedad cuyo quehacer de cada día consiste en velar por el bienestar de los demás.
Esto que decimos es ya un sinvivir. Cómo vamos a darles la espalda y dejarles abandonados si el trabajo, de forma directa o indirecta, consiste en facilitarles su día a día porque ellos no saben o no pueden. ¿Es esto un derrumbe de puestos de trabajo que podrían parecer no suficientemente justificados? Este mirar para otro lado es propio de un individualismo exagerado que no se justifica por ningún lado ni le asisten razones, salvo las antisociales. Esto, que estamos viviendo en lo físico e interiorizando en lo intelectual, da para poder decir que es para morirse de hipocresía y de contradicción. ¿Qué nos está pasando?

Durante los encierros domésticos que tuvimos que pasar todos, en los tiempos duros del COVID-19, esperábamos la hora de asomarnos a los balcones para aplaudir a los sanitarios, a los médicos y a las enfermeras. Era un respiro, un desahogo, y también una necesidad personal y colectiva de agradecer los servicios, de ver así a le gente buena que nos miraba con todo el sentido de la dignidad. Luego vinieron las vacunas para todos, pues todos merecíamos vivir. Entonces, ¿qué pasó? ¿Todo se volvió de espaldas? Pero la muerte no es nada de eso; es un desaparecer físico que nos deja como principal secuela el abandono de alguien del grupo que ya no vamos a volver a ver físicamente, puesto que esa imagen se nos aparecerá en la mente con sus peculiares gestos que la definían. Serán secuelas, imágenes retenidas en las páginas de un álbum fotográfico. Cada vez que lo veamos nos seguirá mirando a cámara (digo: a la cara) y nos transmitirá otras sensaciones necesariamente actualizadas. Parece que no sea suficiente el botín que tras una enfermedad social nos ha caído encima.
Lo más duro de digerir tras la aprobación de una ley como ésta, es que tengamos que ver obligadamente a médicos y sanitarios trabajando para la muerte (que no pasaba por allí así porque sí, sino abriéndose paso a codazos de esos que duelen también en lo físico) en vez de seguir haciendo lo que todavía forma parte de muchas vocaciones: el cuidado y la mejora de todos y cada uno de los que están enfermos o se han accidentado, de los que tienen fresco el recuerdo de los suyos. ¿No será que seguimos sin aprender de las cosas horribles del pasado, de cuyos documentos gráficos nos quedan recuerdos, lágrimas y reflexiones que acuden de forma muy viva a golpearnos en nuestros corazones?
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