Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

El lenguaje de la guerra

Imagen generada por la IA Copilot de Microsoft Bing.

A veces, para que las cosas sucedan, lo primero es ponerles nombre, convocarlas a nuestra presencia. Durante mucho tiempo creíamos que había acontecimientos, hechos, que eran innombrables, que no formaban parte de nuestro imaginario, de nuestras palabras más cercanas. Pero, de repente, algo ha cambiado y palabras y territorios que nos parecían lejanos y extraños resurgen, amenazantes, y empiezan a pasearse con aparente tranquilidad entre todos nosotros.

Una de estas realidades que van sigilosamente emergiendo con aparente naturalidad, una de esas amenazas, es la palabra guerra y todo ese imaginario de pelea, gloria, venganza y destrucción que el vocablo arrastra, de modo que casi sin darnos cuenta, el término ha abandonado la zona de sombras donde habitaba y ha empezado a ser convocado. De pronto, aquí también, en la vieja Europa, la guerra, sus preparativos, ya no nos son tan extraños y están empezando a ser servidos a modo de apetitosos entrantes tal y como se sirven los platos de un destructivo menú sin que casi tengamos tiempo de pensar en ello.

De momento, bien es cierto, podríamos decir que estas presencias pueden ser calificadas, aún, de casos aislados, pero el fantasma ya está ahí. Y quizá su verdadero peligro es que lo vemos asomar y casi no le damos importancia, como si su presencia fuera algo natural, inevitable, como si nos estuviéramos acostumbrados a convivir con él sin pensar en sus negras y oscuras consecuencias. Es como si hubiéramos naturalizado que el lenguaje sea cada vez más belicista entre nosotros, pero al mismo tiempo lo hubiéramos ido despojando de todos sus efectos venenosos y devastadores.

Así, de forma machacona y casi insistente, se vienen expresando presidentes y presidentas de los países bálticos, también de Polonia, para quienes una guerra en la Unión Europea si Ucrania perdiese la suya ya “no es descartable”, y sería casi inevitable, incluso deseable. En el mismo o parecido sentido se han manifestado reiteradas veces en los últimos meses algunos dirigentes alemanes. Y hasta el mismo presidente francés, Manuel Macron, es quien ha pedido claramente a Europa “caminar hacia una economía de guerra” y acelerar la producción de armas. O, sin llegar tan lejos, ahí están las palabras recientes del jefe de la diplomacia europea, el español Josep Borrel, para quien una guerra en el teatro europeo “ya no es una fantasía”, aunque, a renglón seguido, el bueno de Borrell matizara, eso sí, que habría que trabajar para evitarla. ¡Menos mal!

Para tratar de espantar el fantasma bastaría con mirar a Gaza, a la misma Ucrania, o escarbar en las consecuencias del rosario de guerras olvidadas. O, recordar aunque tanto cueste, la fría estadística de victimas mortales en los grandes conflictos que nos son más próximos, como la II Guerra Mundial —con sus entre 60 y 80 millones de fallecidos— o su hermana pequeña, la I Guerra Mundial, cuyas muertes habrían sido entre 10 y 20 millones de personas. O, ya puestos, nuestra propia guerra civil española (1936-1939) con su más de medio millón de víctimas mortales.

Y es que, peligrosamente, pareciera que casi hablamos de ellas, de las dos guerras mundiales, de nuestra propia Guerra Civil, como si hablásemos de conflictos que nos son extraños y que hubiesen ocurrido hace cientos, incluso miles de años, todos ellos conflictos a los que los muertos y las víctimas también se les fueron cayendo por el camino y de los ya solo recordamos el nombre de los vencedores, los héroes que las protagonizaron, las batallas que acabaron en el celuloide de nuestros recuerdos. Hablamos, claro y por citar solo algunas, de guerras como las invasiones mongolas en Asia (1207-1472 y con 50 millones de víctimas), las guerras del Opio (1839-1869, entre 35 y 50 millones), la guerra civil rusa (1917-1923, entre 10 y 15 millones de muertes).

Pero las guerras, todas, recordémoslo hasta el agotamiento ahora que el lenguaje de la guerra se está naturalizando, siempre acaban teniendo sus propios cementerios y, sobre todo, sus propias víctimas civiles, casi siempre y mayormente anónimas. Justo todos esos pequeños detalles que, sospechosamente, estos días, cuando unos y otros vuelven a hacer sonar los tambores de guerra tan cerca de nosotros, quieren que pasemos por alto. Que no los nombremos, que no los convoquemos, que sigan ocultos, tan ocultos y en la sombra como lo estaba hasta hace poco la misma palabra de la guerra.

Pepe López

Periodista.

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