Llegó al borde del abismo y ahora solo quedaba un paso, quizá dos. Pero antes solo pidió un último deseo. Contar su historia y hacerlo a su manera, como aquella canción del señor Sinatra, My way.
En aquella época, 1972, los perros no comían salchichas, los pocos coches que circulaban casi no tenían ni bocina y una de las cosas buenas eran, sin duda, las cabinas. Las calles eran de tierra en verano y puré de barro al llegar el otoño y no mejoraban en invierno hasta que lo embriagara todo la maravillosa primavera.
El barrio estaba constituido por tres esquinas principales y déjense de darle tanta importancia a las desabridas avenidas. Tres esquinas, tres bares, tres tiendas de ultramarinos, una panadería, una escuela con pizarras negras y desconchadas por la humedad y falta de mantenimiento de una mano de pintura al menos cada dos años. Una sola cabina y un sereno que todo lo sabía y te despertaba puerta a puerta a cualquier hora, aunque fuese noche de tormenta y truenos. El sereno nunca perdía la calma, aunque a veces no parecía ir sereno del todo.

La basura la recogían casa por casa porque era poca, al no haber tanto producto envasado en plástico, o en esas poco inocuas bandejas, más o menos blancas, de poliuretano que no solo pueden producir cáncer, sino que dejan hecho una mierda el medio ambiente y joden un poco más el trillado cambio climático.
Las quince casas de aquella calle, que acabó convirtiéndose en un suculento y abrigado callejón, cuando unos arquitectos especialistas en construcción fornicaron semanas atrás y sin protección, y dieron a luz a un enorme y siniestro almacén de cerveza, concretamente de la marca sin nombre —vamos a llamarla así para no meter los zapatos nuevos en ningún charco—, y de ese parto inestable nació el callejón que me acompañó toda mi preciosa infancia, adolescencia, edad adulta y casi provecta.
Allí en ese callejón, con muy pocas salidas, acogimos sin ningún pacto, ni acuerdo en reunión, que viviera nuestro perro, el perro de quince casas, quince familias. El perro al que unos llamaban Tobi, otros Monti y otros Míster Pink. Creo que el perro era descendiente casi directo de Aristóteles, porque meneaba el rabo y se dejaba acariciar, lo llamaras como lo llamaras.

Cuántas veces me acompañó al colegio a cambio de nada. Eso el pasar de los años me enseñó que no puedes esperarlo de un hombre o mujer, aunque se tilden de humanos. Mi padre, Antonio, abría la puerta de casa y antes de acabar la frase, “Míster Pink acompaña a Pablito al cole”, allí estaba él, con más hambre en su semblante, más sueño en su piel y más licencia para morir que un grupo de cebras atisbado por el rey de la selva. Y lo cogías en brazos, compartías el escaso almuerzo en mitad del recreo y, a veces, cuando jugabas a las adivinanzas con Nicolás, Manolo y José y ganabas un par de onzas de chocolate y un trozo de mortadela, Míster Pink asomaba el hocico siempre sonriendo por las rendijas de la puerta y con ese trozo de mortadela te esperaba hasta que sonara el timbre de salida.
Míster Pink tenía que repartirse entre un montón de niños de aquella calle, de aquella época. Había familias con cuatro niños, otras con seis, otras, como la mía, con nueve y Míster Pink tuvo que pedir ayuda a algunos de sus amigos, incluso a desconocidos vagabundos que rondaban por el barrio o por lugares cercanos. Pronto la calle del callejón se llenó de perros y había gente a la que no le gustaba y llegaron a llamar a la perrera y un día, como tantos otros, mi padre abrió la puerta de casa y terminó y repitió la frase de siempre, pero nunca más volví a ver a mi querido perro Míster Pink.
Nunca más, hasta que cambié de colegio, de barrio y hasta de casa, pero eso lo contaré en otro momento, tal vez, mañana.
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¡Qué bueno! Seguimos esperando tu única novela sin renunciar a tus relatos de siempre. Un saludo cordial.