Ya sabemos que la distopía es, por desgracia y casi siempre, anticipo de la oscura realidad por venir. Hay una serie estrenada por HBO en 2020, La conjura contra América, en donde se muestra una versión alternativa de la historia de EE. UU. durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué habría ocurrido en EE. UU. y en el resto del mundo occidental si en vez de confrontar y enfrentar el nazismo tal y como sucedió, el presidente electo hubiera sido otro que hubiese apostado todo a un pacto con el eje del mal, con el mismo Adolf Hitler?
Sucede que estos días estamos viendo como, otra vez, la noria de nuestros sentimientos, el incesante carrusel de la actualidad que nos rodea, ha vuelto a girar alrededor del viejo grito del No a la guerra. Los tristes y dolorosos acontecimientos de Ucrania nos han impulsado a sacar del fondo de los polvorientos baúles de nuestra desmemoria las viejas pancartas y los viejos eslóganes, tal y como vuelven a nosotros de vez en cuando los dolorosos recuerdos, las pesadillas que nos acompañaron un tiempo, en esas fechas señaladas en que sucedieron nuestras particulares y personales tragedias.

Sucede también que las guerras –tampoco esta– casi nunca ocurren por casualidad. Que más bien se van cociendo a fuego lento. Se van rebuscando aquí y allá agravios, algunos más o menos conectados con la realidad; los más, como ahora, inventados, deformes trozos de historia, manipulación pura de las palabras y sus significados. Sucede también que se deja en manos de gente sin escrúpulos, de autócratas ensimismados en un pasado glorioso que nunca volverá, el uso de palabras como libertad, democracia, nazismo…; y sucede también que al poco se nos devuelven esos mismos vocablos con total impunidad y total naturalidad envueltos de sangre, llenos de supremacismo, orlados de justificación de la tortura y la muerte.
Ciertamente que, por otro lado, hay ahora razones para la esperanza. Que una inmensa mayoría de voces más allá de la política, incluidas aquí las del deporte, el arte, la cultura, las propias televisiones europeas, se hayan levantado contra el único patrocinador de esta contienda tan injusta (¿hay guerras justas?) y hayan tomado medidas reales para su aislamiento más allá de las consabidas y las siempre discutibles sanciones económicas que acaban pagando siempre los mismos, es, posiblemente, una saludable novedad. Algo que no siempre sucedió.

Que escasas horas después de iniciada la batalla, la propia UEFA, ese ciclópeo organismo futbolero al que tanto le cuesta mover los pies, haya anunciado que traslada la sede de la final de Champions League en mayo de la ciudad rusa San Petersburgo a París; que las televisiones europeas hayan anunciado igualmente que dejan fuera a Rusia del festival de Eurovisión de este año por esta agresión militar a un país soberano, y algunas otras en esta misma línea, son, sin duda, hechos saludables democráticamente, algo que otras veces, digámoslo claro, no sucedió. Ni casi esperábamos ocurriera ahora.
Pero también, y desgraciadamente, hay fundadas razones para justo su contrario. Así, resulta sorprendente y un tanto aterrador que frente a esta casi total unanimidad de condena en el mundo civilizado, frente al casi nulo apoyo y simpatía a la iniciativa bélica de Putin y su gobierno de oligarcas –ni siquiera China ha manifestado públicamente su apoyo explícito–, el principal aliado en esta huida hacia delante sea justo quien hace cuatro días fuera presidente de EE. UU., Donald Trump, y algunos de quienes le apoyaron, le siguen apoyando y aspiran a sucederle como inquilinos del Despacho Oval.

Claro, podríamos decir, que el sátrapa ruso Vladimir Putin no es aún un émulo de Adolf Hitler, aunque sus prácticas políticas y represoras contra su propio pueblo, contra sus adversarios políticos, como comprobamos estos días, tanto nos recuerden los principios políticos del monstruo alemán, pero que todo un expresidente de EE. UU. se haya mostrado como su principal y explícito apoyo, no son precisamente síntomas tranquilizadores a medio plazo.
Y que en esa alocada deriva hacia el abismo Trump haya calificado de “maravillosa” la estrategia de Putin en esta desigual y fratricida contienda bélica, sugiriendo incluso que es algo que él haría con su frontera sur (México), puede sonar a distopía, pero no solo, pues es algo que va mucho más allá de una desgraciada anécdota a pie de página. Como lo es que quien fuera su secretario de Estado, exdirector de la CIA y también posible candidato republicano en 2024, Mike Pompeo, vaya incluso más allá y muestre en público su admiración por Putin y no haya tenido empacho en calificarle estos días de “estadista de gran talento”. Todas esas son palabras que no deberíamos pasar por alto y que nos advierte que quizás el sátrapa está menos solo de lo que pensamos.
Y que también, y a modo de corolario, que el gran peligro para la paz mundial no es solo Putin –que lo es–, porque no muy lejos de ahí andarían Trump y todo ese universo de irrealidades paralelas, de posverdad descorchada sin tapujos. Y que todo ello junto y revuelto, seguramente, nos estaría mostrando y alertando de que la distopía no está ya solo en la serie de HBO y en el libro de Philip Roth en el que se basa la propia historia, sino que la distopía, a poco que la historia se tuerza, puede dejar de serlo para convertirse en la gran y real amenaza.
Esto de ahora, Ucrania, esta guerra tan asimétrica, está nueva guerra en el corazón de nuestra vieja Europa que nunca pensamos llegaría a ocurrir, sería entonces, como no sucediera en EE. UU. allá en los albores de la II Guerra Mundial, solo un ensayo. Una simple prueba de trágica escenografía en tiempo real del mundo por venir. Otra serie de HBO rodada en tiempo real y con víctimas de carne y hueso intitulada La conjura contra el mundo.
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