España vive un permanente golpe de Estado por la corrupción y la vergüenza.
“Solo con asistir a este debate, solo con escuchar estas manifestaciones, solo con presenciar y observar el espíritu de persecución y de agresión que se manifiesta en algunos bancos, claramente aparece la génesis de todas las violencias que se están generando en el país”.
El diputado Juan Ventosa pronunció estas palabras el 16 de abril de 1936. Sus manos temblaban sobre el pupitre. El diputado catalán, ex ministro de Hacienda, hombre de centro que había navegado entre monárquicos y republicanos, miraba desde su escaño el hemiciclo convertido en ring de boxeo. Los gritos se cruzaban como puñetazos. Los insultos volaban por encima de las cabezas. Dos años antes, el 4 de julio de 1934, estas palabras habían cobrado vida de la forma más brutal. Un dirigente socialista sacó su pistola en pleno hemiciclo y apuntó directamente a un diputado de la CEDA.
Omito los nombres por respeto a los muertos. Los diputados se abalanzaron unos contra otros. Un dirigente del PSOE, que llegó a ostentar la presidencia del Gobierno, saltó sobre las bancadas para sujetar al de la CEDA. El pasado martes 8 de julio, en ese mismo Congreso, las palabras volvieron a convertirse en balas. Los diputados rugían como fieras enjauladas. Se insultaban a gritos. Se amenazaban con gestos. Afortunadamente nadie llevaba pistola al cinto. Nadie predijo la desaparición física de su enemigo político. Nadie salpicó sangre en la frente de su rival. Pero la representación fue más feroz, más endiabladamente odiosa, que aquella de 1936.
El 25 de julio de 1936, a unos quinientos kilómetros del Congreso, los farolillos de las fiestas aún colgaban de los cables en un pueblecito cerca de Málaga cuyo nombre silencio. Las banderas tricolores ondeaban sobre calles que celebraban la República. Un grupo de mujeres llegaron con bidones de gasolina. Sus vestidos negros de luto se agitaban en el aire caliente del verano. Los hombres traían cerillas.
Habían metido allí, en el calabozo (veinte metros cuadrados) improvisado del ayuntamiento, a veintitrés personas. Un sastre que confeccionaba trajes para los ricos. Un farmacéutico que curaba a los pobres. El único falangista del barrio, un muchacho de diecinueve años. Algunos propietarios de tierras. El cura. Se arrojó la gasolina por la verja del cuchitril del ayuntamiento, improvisado como celda. Poco más de veinte metros cuadrados. Las mujeres rociaron a los hacinados como se rocía a las cucarachas. Los hombres encendían cerillas como quien enciende cigarrillos. Las llamas lamían las paredes. El cura se arrodilló un agujero, en medio de la celda, que se usaba como letrina. Era el único lugar por donde podía respirar. Sus labios rezaban el padrenuestro mientras aspiraba el aire pútrido del agujero. Murió después por las quemaduras. Veintitrés personas calcinadas en nombre de la justicia popular.
Cuando la noticia llegó a Sevilla, Queipo de Llano subió a su púlpito radiofónico. Su bigote se erizó de cólera. Su voz metálica atravesó las ondas como un cuchillo. «Por cada mujer u hombre muerto por las hordas comunistas, yo mataré a diez de ellos», proclamó desde Radio Sevilla. Sus amenazas se extendieron por toda España como el fuego que había devorado a los prisioneros de la infausta celda. El general convertía el terror en espectáculo radiofónico. Miles de familias escucharon por la radio cómo se anunciaba su muerte.
Por las mismas fechas, en dirección opuesta, en el norte, provincia de Navarra, gobernada con mano de hierro por el general Mola, la sombra alargada de la sublevación en Marruecos, hubo un pueblo, una aldea que aún sobrevive a los años con el nombre del “pueblo de las viudas”. Más de veinte matrimonios fueron cercenados, condenados al olvido, a la miseria, al odio de por vida, a la oscuridad, por la acción salvaje de un grupo de matones de extrema derecha que obedecían las consignas represivas de la autoridad militar. Era la otra cara de la moneda. Norte y sur. Izquierda y derecha. Y qué más da.
Esta es la España que se repite. No con pistolas ni con gasolina, sino con palabras que queman igual que la gasolina. Con insultos que matan igual que las balas. Con un odio que calcina igual que el fuego. Es la verdadera memoria histórica. La única que nos hace regresar al pasado de la verdad. La impronta del odio en la frente del tiempo. El sello de las dos Españas. A los escándalos vergonzantes del Gobierno, que amenazan con desguazar uno de los más vitales partidos políticos de la Transición, se suma el ya denominado “Caso Montoro”, utilizado con oportunidad maquiavélica por la izquierda con la malvada intencionalidad de equilibrar la balanza de la corrupción.

Causa estupor que un gobierno, para salvarse a sí mismo, recurra con pinzas a las corruptelas de la oposición para: ¿Defender su honor a costa del deshonor del contrario? ¿Exculpar sus miserias a costa de las miserias de los otros? ¿Vaciar sus cenagosas cloacas con los excrementos de los demás? ¿Quién está dispuesto a remover tan nauseabundo fango?
El pueblo español no merece esta afrenta brutal por parte de todos sus diputados, sin excepción. Está harto de tanta desvergüenza. Hay muchos muros que se levantan a lo largo y ancho del país. Pero hay uno que se ha hecho sistémico: el muro de la corrupción. Este muro no lo construyen los albañiles. Lo levantan los políticos, ladrillo a ladrillo, expediente a expediente, silencio a silencio. Es un golpe de Estado permanente que avanza como la gangrena, sin ruido, sin uniformes, sin tanques.
La corrupción es un golpe de Estado latente, permanente, que termina socavando las democracias. Actúa como el agua que se filtra por las grietas del muro. Primero es una gotera. Después una humedad. Al final, el muro se desploma. Y cuando cae, arrastra consigo las instituciones, la confianza ciudadana, el tejido social que mantiene unida a una nación.
Los ciudadanos ven por televisión cómo sus representantes se insultan, escuchan sus improperios. Evitan responder a las preguntas. Ven cómo ocultan expedientes. Cómo mienten con la misma facilidad con que respiran. Y cada día que pasa, cada mentira que se apila sobre la anterior, cada silencio que encubre a un culpable, a un prevaricador, a un defraudador, a un chorizo, es un ladrillo más en el muro de la corrupción.
Cuando en un país el índice de presunciones de culpabilidad, en la clase política, se dispara en proporciones, superando al de presunciones de inocencia, el diagnóstico inmediato, taxativo, inequívoco, es que su Democracia está muerta. Estamos en manos de presuntos culpables, de cerebros grises anatematizados por la corrupción, fanatizados por buscar los burladeros de enriquecimiento ilícito que les ofrece la política.
Este muro no lo derriban los tanques. Lo levanta la impunidad convertida en sistema. Lo derriba el silencio cómplice. Lo derriba la mentira elevada a categoría de comunicación oficial. Y cuando cae, no hace falta que vengan los militares. El régimen democrático ya está muerto, como algunas de las conciencias que sobreviven por abrevar agua fresca de los contribuyentes. Los ciudadanos ya no creen en sus instituciones.
En 1931, Ortega y Gasset escribió sus famosas palabras: «No es esto, no es esto». Ante espectáculo del Congreso, convertido en gallinero de rapaces con garras afiladas, ante la corrupción convertida en método de gobierno, ante la oposición utilizable como moneda de intercambio del fango y en jauría embravecida, instalada en el cómodo palco de observar las miserias ajenas olvidándose de las propias, habría que preguntar si sigue vigente la contundente premonición, implícitamente trágica, del pensador Ortega: «No es esto, no es esto». ¿Eso es el honor? Solo se sabe qué es el honor cuando se pierde.
Si me dejas, pongo mi firma al lado de la tuya y te invito a un café. Un abrazo.