Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Haciendo amigos

Paella con longaniza

Fotografía de Pedro Picatoste.

Hace unos años me fascinó descubrir aquel lugar en Londres conocido como Brick Lane, ahora bautizado con el apodo de «Banglatown», ejemplo más de cómo los británicos consiguen convertir su propio cutrerío en algo interesante. En esas naves semiderruidas de la zona industrial de la City —herencia de la crisis y de la Thatcher—, comenzaron a concentrarse estudiantes de todas las nacionalidades, ganándose unos peniques ofreciendo comidas típicas de sus países de origen. Me encanta ese sitio.

Llovía, como siempre en la tierra de Shakespeare, y bajo aquellas estructuras decadentes que olían a toneladas de curry, probamos delicias de Tailandia, Brasil, Isla Reunión, Madagascar, México, la bella Italia y tres o cuatro países más. Era barato, curioso, diferente.

Al fondo de una de aquellas naves, una larga cola de gente esperaba para degustar algo. Los cocineros eran unos estudiantes españoles —no pregunté de dónde, afortunadamente— que ofrecían por un módico precio una ración de «spanish paela». Me acerqué y vi unos arroces de color indefinido, salteados con longaniza y habas. No los probé. Seguro que estaban buenos, la gente alucinaba con la experiencia. Pero en mi cabeza se impuso otro recuerdo: los arroces del Gavilá en Dénia (hoy desaparecido); los de La Goleta (también missing), con aquel sublime arroz con boquerones que se comió Orson Welles con dos o tres botellas de vinazo; el que preparaba Fernando en Villa Antonia para sus amigos; el del Playa en Santa Pola; el de El Cranc en Altea; el de La Portuguesa en Benidorm; incluso el arroz en costra de Casa Corro en Orihuela; el de Casa Mariano en El Campello; o el caldero de Tono en Busot. Nada hay como lo de uno, aunque ya no exista. Por lo menos tuvimos la suerte de conocerlo. ¡Paela!

Todo esto me vino a la cabeza hoy, paseando por Alicante. No quiero parecer lo que no soy, pero esta semana otro comercio emblemático, la panadería CAMRI, en la calle Italia, cambió su rótulo por otro que ahora dice «Empanadas argentinas» (Gibraltar español). En los grandes restaurantes de la ciudad, los fogones los manejan, con toda dignidad, personas de otros continentes. Me parece perfecto. La hostelería es un oficio durísimo, sin horarios, sin recompensas equititarias. Pero, sin ánimo de ofender: ¿no creen que deberíamos proteger un poco mejor lo nuestro?

Dentro del Mercado Central ya se puede comer —bueno, almorzar, porque cierra a las tres— y si no te espabilas, no pruebas nada. Es una buena iniciativa, pero hay que ir preparado. En algunos puestos pueden tardar media hora en prepararte lo que pides, y ya no llegas al siguiente. Falta algo de coordinación, de señalización, de comunicación vamos. Me enteré de que embutidos Ivorra también tiene una mesa para degustar y atender. Iré pronto, pero antes…. ¡Organización!

Como ya dije, esta ciudad de éxito ha sido tomada por hordas de turistas, por trolleys ocupando aceras y por negocios en manos de gente venida de todas partes. Y esto, la verdad, no parece tener retorno. Aun así, creo que cada vez más va consiguiendo que cuando te cruzas con alguien de aquí, alguien conocido, te paras, te alegras, y no te importa quedarte un rato hablando. Porque, en el fondo, lo que más echamos de menos los alicantinos… es a los alicantinos.

Haciendo amigos.

Pedro Picatoste

Empresario e historiador.

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  • A ver si somos capaces de integrar, es decir, alicantinizar, antes de que nos desintegremos por completo. No es sólo misión de las instituciones, pero sí es fundamental que tengan iniciativas y que apoyen las de todos los colectivos con esencias de la terreta. ¡Que bueno, genial, eso de que «en el fondo, lo que más echamos de menos los alicantinos es… a los alicantinos». Un abrazo.