Eduardo llevaba mucho tiempo dando vueltas en un lugar inabarcable, gris, frío y vacío. Estaba perdido. Agotado, se sentó en el suelo y se abrazó las piernas. ¿Qué era aquel lugar?, pensó mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. De repente, sintió una mano sobre su hombro.
Una joven preciosa se acuclilló a su lado y le habló en un idioma desconocido. Tenía una voz dulce y melodiosa, y el chico la miró embobado.
—No te entiendo —dijo—.
Ella le miró contrariada y tiró de su mano para que le siguiera. Le guio por aquella tierra yerma sin dejar de hablar. Señalaba en una dirección, y Eduardo pudo distinguir una luz a lo lejos.
—¿Tengo que ir allí? —preguntó apuntando con el dedo hacia la luz—.
Ella asintió con una sonrisa triste. La luz se hizo más intensa y Eduardo comenzó a oír la voz de su madre a lo lejos, llamándole. La muchacha soltó su mano. Él la señaló a ella y después a la luz.
—Ven conmigo.
La joven negó con la cabeza con lágrimas en los ojos y le apremió con gestos para que se marchara. Eduardo la abrazó. Por primera vez en aquel lugar, sintió una calidez extraordinaria que manaba de aquella criatura maravillosa. No iba a dejarla allí sola. La señaló, se señaló a él y después señaló el suelo.
—Me quedo contigo.
Ella negó, habló muy rápido, señaló la luz llorando, pero Eduardo la hizo callar con un beso. Se abrazaron y, mientras se alejaban de la luz, el joven escuchó por última vez la voz de su madre:
—¡Doctor, está sonriendo! ¿Eso es que va a despertar…?












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Pues me ha encantado
Muchas gracias por tu opinión, Juanjo. ¡Me alegro de que te haya gustado!