Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Mi querida España

Filoctetes en la Moncloa: la herida, el hedor y el arco de Zapatero

Filoctetes en la isla de Lemnos pintado por Jean Germain Drouais (Wikimedia).

La política no solo se explica con manuales de ciencia política; también con la mitología, con la sangre y las vísceras de la tragedia griega. Para entender la España actual, para comprender el hedor que emana de la Moncloa, hay que viajar a la isla de Lemnos y arrodillarse ante la herida purulenta de Filoctetes. Es ahí, en esa gangrena, donde se encuentra la clave de todo.

Me han llovido en los últimos días preguntas interesadas en la identidad de Filoctetes, a raíz de una referencia que hice sobre él en uno de mis últimos artículos. Hace ya tantos años que no recuerdo, di una conferencia sobre tan intrigante y desesperado personaje que inspiró a Sófocles a escribir una de sus magistrales obras de teatro. Del subconsciente de aquellos teatreros años, su esquelético cuerpo se me ha reaparecido de repente, con su arco y sus flechas, arrastrando su resiliente pierna por los jardines de la Moncloa. Lleva un mensaje incrustado, injertado, en su nauseabunda herida causada por la mordedura de una serpiente: “Váyase, señor Sánchez”.  

Filoctetes era un comandante aqueo en ruta hacia Troya, pero una serpiente le mordió. La herida, infectada, desprendía un hedor tan nauseabundo que sus propios compañeros, liderados por un pragmático y tramposo Odiseo, lo abandonaron. Lo dejaron por muerto, porque en la guerra, como en la política, una herida que apesta es un lastre. Y Filoctetes apestaba a fracaso, a maldición. Su herida traumatizante, símbolo del hombre sumido en su miserable conmiseración, ha inventado en nuestro país un nuevo hedor insoportable: el de la corrupción.

¿Quién es quién en esta tragedia que se repite hoy?

Filoctetes, el hombre de la herida supurante, es, sin ninguna duda, Pedro Sánchez. Su herida no la infligió una serpiente, sino su propio partido en 2016. Fue defenestrado, humillado y abandonado en el Lemnos de la política por los barones de su formación, convencidos de que el hedor de su derrota los contaminaría. Lo dieron por muerto.

Odiseo, el cerebro de esa traición, el estratega sin escrúpulos que sacrifica a un hombre por el bien (o la supervivencia) del grupo, fue entonces Susana Díaz. Ella fue la encarnación del establishment del partido que, con la lógica fría del poder, decidió que la herida de Sánchez era un peligro para la expedición. Era la Odiseo que, con astucia y engaños, convenció al resto de la tripulación de que abandonar al herido era la única opción.

Susana Díaz y Pedros Sánchez reunidos en 2018 (Video de RTVE).

Pero todo héroe trágico necesita un arma. Y Heracles, el dios moribundo que lega su arco invencible, ese instrumento de poder absoluto, no es otro que José Luis Rodríguez Zapatero. Es el Heracles posmoderno. Viendo al apestado Sánchez en su soledad, no ve una herida, ve una oportunidad. Le entrega el arco ideológico del nuevo «progresismo»: un arma forjada en el resentimiento, cuyas flechas envenenadas son la polarización, el muro, la demonización del adversario y la legitimación de pactos con los enemigos de la nación. Le susurra a Filoctetes: «Tu herida no es tuya, es la de toda la izquierda. Usa este arco para vengarte».

El oráculo, entonces y ahora, es caprichoso. Resultó que Troya no podía ser conquistada sin el arco de Heracles. Y los mismos aqueos, la misma tripulación socialista que abandonó a Sánchez por su hedor, tuvieron que regresar a Lemnos, humillados, a suplicarle.

El partido, incapaz de ganar, se dio cuenta de que necesitaba el arma que solo poseía el apestado. Y así, el Odiseo de entonces, Susana Díaz, fue derrotada. Filoctetes-Sánchez regresó, pero no como un camarada. Volvió herido, vengativo, con el poder absoluto del arco en su mano. Y lo primero que hizo fue aniquilar a todos los que lo abandonaron, creando un partido de fieles donde la lealtad no es al proyecto, sino a su herida.

Aquiles, el gran héroe invencible, ¿quién es? Aquiles es la España de la Transición. Es el sistema de 1978, la concordia, el pacto entre diferentes. Un cuerpo aparentemente invulnerable, pero con un punto débil, un talón: la ingenua creencia de que todos los jugadores, incluso los más heridos, respetarían las reglas del juego.

La flecha envenenada del arco de Zapatero ya ha sido disparada por la mano de Sánchez. No la disparó para conquistar Troya, sino para clavarla directamente en el talón de Aquiles. Esa flecha es la amnistía. Es la colonización del Tribunal Constitucional, del CIS, de la Fiscalía. Es la demolición sistemática de la separación de poderes. Cada día, una nueva flecha. Cada ley, un nuevo veneno en la herida de la nación.

Este hedor que percibimos hoy ya no es el de la herida de Sánchez. Es el hedor del cadáver de Aquiles, descomponiéndose mientras Filoctetes y su corte de aduladores celebran su victoria pírrica en el campamento.

Luis Araquistáin fotografiado en 1932. Agencia Mondial Photo Presse (Wikimedia).

Y en este punto, debemos recordar al primer Filoctetes de nuestra historia reciente, al hombre que inspiró el «ariquistainismo», término acuñado por el cerebro de Manuel Azaña: Luis Araquistáin. Él también fue un herido, un ideólogo resentido que, desde la sombra, envenenó a Largo Caballero. Murió en Ginebra, en 1959, absolutamente solo. Ningún representante del partido al que había dedicado su vida y su veneno acudió a su entierro. Nada. El vacío. La soledad más absoluta para el hombre que, para muchos, prendió la mecha que incendió España. Y es en su exilio, viendo las ruinas que había ayudado a crear, cuando pronuncia la frase que ahora debería resonar en los muros de la Moncloa: «¡Qué bárbaros… qué bárbaros fuimos!».

Qué bárbaros. Es la confesión final del pirómano que se contempla en el espejo y solo ve cenizas. Es el destino que aguarda a todos los Filoctetes de la historia. Creen que empuñan un arco de poder, pero en realidad solo sostienen su propia tragedia. El nuestro, el de la Moncloa, aún no ha llegado a su exilio, aún no ha pronunciado su lamento. Sigue disparando flechas, embriagado por el poder del arco que le regaló Zapatero, mientras el hedor de la herida de España se hace, a cada instante, más insoportable.

Hay que decirlo ya sin rodeos, sin la cobardía de la metáfora amable. La herida de Filoctetes, esa llaga purulenta que exhibe el presidente del Gobierno como si fuera una condecoración, ha dejado de ser una tragedia personal. Su hedor ya no se limita a los pasillos de la Moncloa; ha infectado el tuétano de la nación. La gangrena de la corrupción, tanto política como ética, avanza por las venas de España, corrompe sus instituciones y amenaza con necrosar el corazón mismo de la soberanía popular. Y en medio de esta pestilencia, cuando el hedor se hace insoportable, emerge una figura sonriente, con el gesto tranquilo de quien está acostumbrado a moverse entre sombras, oscuridades, pasillos de lobbies políticos, escenarios enfangados que antes ocuparon los ahora procesados o entre rejas. Ese hombre es José Luis Rodríguez Zapatero.

Olvidemos la imagen de Heracles legando un arco. Es demasiado noble. Zapatero no es el dios que regala un arma; es el Odiseo de la realpolitik más sucia. Es un embaucador. El embajador plenipotenciario ante las cloacas del Estado, el diplomático enviado a negociar con monstruos políticos escondidos en las trincheras de la cobardía o en los maleteros de los coches. Cuando la corrupción estalló y el Gobierno de Sánchez se tambaleó, ¿cuál fue la primera decisión? No fue dar explicaciones. Fue enviar a Zapatero a Suiza, a la Lemnos particular de Carles Puigdemont, para asegurarse de que el pacto de la infamia seguía en pie. Porque sin los siete votos del prófugo, el trono de Filoctetes se desmorona.

Ese es el verdadero papel de Zapatero en esta tragedia. Es el garante del pacto con el separatismo, el arquitecto de la llamada «ley de amnistía», que no es tal cosa, sino una ley de autoamnistía. Una aberración jurídica diseñada para perdonar los pecados de los socios a cambio de su apoyo y, de paso, construir un cortafuegos para los pecados propios. Es una ley que ha hecho saltar todas las alarmas en Europa, porque ven lo que es: un acto de corrupción estructural, el desmantelamiento del Estado de Derecho a cambio de la supervivencia de un hombre y su corte.

Izda.: Puigdemont (Fotografía del Parlamento de Cataluña); Dcha.: Zapatero (Ministerio de Cultura de Argentina) (Wikimedia).

Zapatero es el encargado de poner «orden». Pero su orden no es el de la justicia ni el de la razón. Es el orden de la omertà, el código de silencio de la mafia. El dinero. Él es quien viaja, quien susurra, quien garantiza, quien blanquea. Aprendió en Caracas el arte de esnifar mordidas sin causarle efectos en su máscara de primer actor en la gran tragedia. Es el que nos dice, con esa sonrisa dual que en unos provoca hilaridad y para otros hiela la sangre, que entregar la nación a sus enemigos es un acto de «valentía» y «diálogo».

Ha perfeccionado el «ariquistainismo» hasta convertirlo en un arte: ya no se trata de susurrar la revolución al oído de un líder, sino de normalizar la traición, de convertir la corrupción en un peaje inevitable para la «gobernabilidad progresista». Él siempre aparece, al final de las escenas más controvertidas, como esos intérpretes furtivos que cruzan, deprisa, el escenario, por un despiste o porque debe cambiarse la máscara, su mueca, y no la encuentra. Zapatero siempre está escondido en el cono más hiriente de las sombras.

La herida de Filoctetes, su resentimiento, su necesidad de poder absoluto, supura sin cesar. Y cada gota de pus es un nuevo escándalo, una nueva mentira, una nueva institución colonizada. Supura y contamina la sangre del honrado pueblo español, que asiste atónito al espectáculo de su descomposición. Ya no es la herida de un hombre; es la herida de España. Una herida abierta en canal por la soberbia de un líder y mantenida infecta por la labor infatigable de su embajador en la oscuridad.

El hedor es insoportable. Y mientras el cuerpo de la nación se estremece de fiebre, Filoctetes sigue en su trono, aferrado al arco del poder, convencido de su invencibilidad, sin darse cuenta de que el veneno de su propia herida es el que, finalmente, lo consumirá todo. Cada paso que da arrastrando su pierna herida por los jardines de la Moncloa, se acrecienta el lacerante dolor que le causa el mensaje del punzón que penetra, día a día, en la mordida de la serpiente: “Váyase”.

Manuel Mira Candel

Periodista en medios nacionales e internacionales; presidente de la Asociación de la Prensa de Alicante; Premio Azorín de Novela en 2004 con "El secreto de Orcelis" y autor, desde entonces, de más de doce libros, entre ellos las también novelas: “Ella era Islandia”, “Madre Tierra”, “El Apeadero”, “El Olivo que no ardió en Salónica”, “Esperando a Sarah Miles en la playa de Inch”, “Las zapatillas vietnamitas” y "Giordano y la Reina".

1 Comment

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Responder a ramón gómez carrión Cancel reply

  • Artículo para la historia de nuestro tiempo.
    Lo de Grecia puede que fuera sólo leyenda, pero lo de aquí es auténtica tragedia, no griega, española.
    Un fuerte abrazo.