Se acerca de nuevo el gran momento. Son las dos en punto de una tarde de finales de junio. Un tiempo largamente esperado, aplazado. Un ruido ensordecedor está a punto de estallar en el cielo. Es la manera que algunos pueblos como Alicante tienen de embrujar el pasado y abrir los portones al tiempo nuevo. De guardar en los arcones del recuerdo la venturosa primavera que acaba de torcer su último desfiladero y abrirse a un estío lleno de promesas largamente aplazadas.
El estruendo hace castañear los tímpanos de miles de almas sedientas de fiesta allí reunidas, expectantes, en torno a una plaza, a unos caballitos alados y guardianes de una estilada torre, estruendo este que, lenta pero inexorablemente, se va mezclando con esa otra droga blanca, a veces tamizada de arcoíris, a veces grisácea, que es la pólvora quemada en extrañas y curiosas armonías.
Sobre el cielo se dibujan guirnaldas de humo, nubes sinuosas de formas surrealistas, sueños de plata; unas pocas lágrimas en algunos de los presentes, breves carreras, palmas y gritos. Muchas palmas y muchos gritos. Emoción desbordada. Otra vez silencio. Abrazos postergados. La mascletá en ebullición.

Se acerca el momento. Ya lo dijimos antes. Pero ahora será diferente tras dos años de obligada espera. Otra vez el ruido ensordecedor paralizando los cuerpos y ensalzando los sentidos. Escenas indescriptibles para sus amantes, para sus eternos defensores, territorio vedado para sus detractores. Otra vez empieza el espectáculo, espuma burbujeante embotellada durante 365 días, que está a punto de estallar y que apenas dura unos breves y escasos minutos, pero que serán suficientes para llenar el vacío de horas, de días, de meses, de años.
Pero ahora no es solo el ruido de la pólvora embrujada, el espectacular estruendo hecho melodía de trompetas y saxofones, de pirotecnia desbocada a punto de explotar. Si escuchas un poco más, solo un poco más, en este tiempo nuevo podrás oír también esa otra suave melodía de fondo, el sordo lamento de esos mismos caballitos de polvo de mármol que ensortijan y sostienen la estilada torre del centro de la plaza a la que le dan nombre. Son, todos ellos, humildes guardianes de una fortaleza de sueños largamente postergados que temen no poder soportarlo otras cuantas veces.
Empieza de nuevo, sí, la más esperada mascletá. Pero ahora está también esta otra, el lamento silente de esos cuatro caballitos alados… y de algunas voces callejeras que, al pasar a su lado, han escuchado esos mismos lamentos, han visto relucir en sus blancas mejillas sus resignadas lágrimas, y piden para ellos solo un poco de paz. Solo eso. Silencio. Futuro. No quieren romper su embrujo. Volver a ser la fina arena blanca que ya fueron.
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