Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Haciendo amigos

Semana Santa del 39

Fuente: P. Picatoste.

Era casi al final de la  guerra cuando encontraron, por fin, al cura del pueblo. Un jornalero reconvertido en guardia de asalto lo había escondido y mantenido con vida en un hueco que la acequia hacía en una finca a las afueras del pueblo. Nadie lo sabía, ni siquiera su mujer.

Pere era un buen hombre que, hijo de jornalero igual que él, se dedicaba a trabajar sin descanso y que solo en la vendimia del vino de La Mata se permitía un día de fiesta con su cuñado, el tío marinero. El tío marinero seguía con la fiesta del vino gran parte del año, pero nadie como él hacía persianas de caña ni tocaba el clarinete mejor en la comarca. Ya de mayor, ingresado en el hospital de san Juan de Dios, mi madre le llevaba tabaco a escondidas de las monjas que lo cuidaban en aquel lugar de camas simétricas y pasillos eternos.

Pere salvó la vida durante el conflicto al cura porque sabía que era buena gente y un hombre más; de hecho, todo el pueblo sabía que tenía un hijo con una acomodada vecina y que cuidaba de ellos, incluso los citaba sutilmente en alguna de sus homilías. Esta relación, lejos de escandalizar a la gente, se agradecía; alguien que sabe los secretos de todo el pueblo tiene que estar controlado también por sus secretos conocidos por todos.

Aquellos que encontraron al cura se disponían a fusilarlo inmediatamente, aunque el fin inminente de la guerra les hacía dudar. Ya sabían que perder, perdían seguro y que estaban condenados por lo ya hecho; habían «paseado» a los que habían matado a sus compañeros y eso lo sabían todos. No se podía borrar. Entre ellos estaba María que, de alguna manera, era jefa de aquella cuadrilla y una luchadora incansable. Lo cierto es que lo de saberse perdidos y al tiempo tener en las manos un fusil y quedarles un puñado de balas les envalentonaba. Ataron sus manos a la espalda y le quisieron poner una capucha que el cura rechazó diciéndoles que «lo que hicieran les harían». En ese momento, Pere apareció, fue casual, ya que iba a llevarle su comida diaria, pero se encontró con aquellos que le consideraban compañero, se alegraron al verle y él temió que el cura le hubiera delatado, pero no. Vio la situación y se puso a hablar con el cura. Le preguntó por qué Dios permite las desgracias, los desmanes de los poderosos, las injusticias… Era la manera de ganar tiempo y de calmar los ánimos. Así que hablaron todos bastante y sinceramente, el cura explicó su punto de vista y la predestinación que para él supone la fe y creer. Todos comentaron y, finalmente, María decidió no matar a aquel hombre. Nadie se opuso y le llevaron libre al pueblo de al lado que estaba a punto de caer. Aquel episodio cambió el destino de todos.

Unos meses después sólo aquellos cuatro y Pere se libraron de ir al campo de san Isidro como prisioneros. María fue sometida y exhibida por todo el pueblo con el pelo rapado, fue desde entonces conocida como María La Pelá. Pere nunca fue inquietado y además nunca se metió en temas políticos pero no fue a la iglesia jamás, como no lo hacía antes de que todo ocurriera. Al cura lo saludaba igual que todos los del pueblo, solo decía «con Dios» al cruzarse, pero una vez superado el estar enfrente. Cuando algo salía mal se cagaba en «diola» como todos los del pueblo. Vivió su vida, no muy larga, trabajando patatas, cáñamo, algodón y cuidando animales de granja. Sus manos eran duras como de madera y decían que hipnotizaba a los conejos con la mirada antes de matarlos para comerlos asados o en arroz, pero seguramente les apretaba el cuello con esos dedazos de hierro y los dejaba secos. Yo vi cómo las gallinas se quedaban quietas aunque les echaba el panizo hasta que él les diera la orden de comer. Cosa mágica para mí, que cada vez que entrábamos en el corral nos saltaban, picaban y subían por todos sitios, cagándonos encima muchas veces.

La verdad es que en los momentos duros nadie se quería acordar de aquellos años de miedo, de mierda, de hambre y de vecinos matándose por envidias, incultura y manipulaciones de todo tipo. A veces el carnicero salía con un cuchillo a la calle cuando veía pasar al asesino de su padre pero le paraban sus vecinos y amigos y se calmaba. Un día mi abuelo Pere me llevó en su bici al casino a jugar al futbolín y se cruzó con La Pelá, que le dijo «estoy oyendo Radio París, Pere, ¡ya vienen los nuestros!» Pere le dijo, «¿Qué nuestros?» Y le mandó un beso con la mano.

El cura cuando me veía con los otros niños y mi hermana y primas en la plaza jugando, se acercaba a mí y solo a mí me daba, como a escondidas y sin mediar palabra, unas peladillas y algún caramelo de esos del capuchino, de Pascua.

Pedro Picatoste

Empresario e historiador.

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