Recuerdo con frecuencia, casi todos los días, las palabras que, hace unos sesenta años o más, leí escritas por un arzobispo argentino que nos había obsequiado con un boceto del retrato de su madre, palabras que creo perfectamente asumibles por todo buen hijo. Fueron éstas:
“Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor y mucho del ángel por la incansable solicitud de sus cuidados. Una mujer que, siendo joven, tiene la reflexión de una anciana y, en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud; la mujer que, si es ignorante, descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio y, si es instruida, se acomoda a la simplicidad de los niños; una mujer que, siendo pobre, se satisface con la felicidad de los que ama y, siendo rica, daría con gusto toda su fortuna por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud; una mujer que, siendo vigorosa, se estremece con el vagido de un niño y, siendo débil, se reviste, cuando es necesario, con la bravura del león. En fin, una mujer que, mientras vive, no la sabemos estimar en su inconmensurable valor porque a su lado todas las penas y dolores se olvidan, pero, después de muerta, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos para mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus labios”.
Seguro, amigo lector, que ese retrato magistralmente trazado es también el retrato de tu madre. Igualmente cierto que la lectura de esas líneas ha humedecido tus ojos arrancando lágrimas de ellos. Sé, sin embargo, que esas lágrimas no pueden ser amargas, sino que manan de la fuente del corazón de un hijo agradecido y enamorado de su madre. Lágrimas que te ayudarán a tenerla, una vez más, muy presente. Sólo los olvidados están muertos. Un abrazo.
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