Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Haciendo amigos

Lo siento

Fuente: P. Picatoste.

¿De qué nos arrepentimos realmente?

Arrepentirse es desear volver atrás, tener otra oportunidad para actuar de manera diferente. A veces el remedio es sencillo: basta con pedir perdón de verdad, con propósito de enmienda y dolor sincero por los propios actos. Otras veces, el arrepentimiento sirve para conocerse más a fondo, para descubrir que todos metemos la pata de vez en cuando y sorprendernos de cómo, alguien tan «buena gente» como tú, ha podido decir o hacer eso.

Ahí es donde nos encontramos frente al abismo entre lo que creemos ser y lo que realmente somos. Ese elevado y soberbio concepto de uno mismo suele desplomarse delante de nuestras narices, dejándonos atónitos ante nuestras propias acciones.

Arrepentirse significa que lo has hecho: que te dejaste llevar por lo más básico, por lo más cómodo, sin pensar en las consecuencias que todo acto conlleva. Se aprende, sí, pero al precio de reconocer tu «cipolliana» caída en la estupidez. Porque si fuera por maldad, probablemente no te arrepentirías. De la maldad se puede sacar ventaja; de la estupidez, jamás.

Cagarla es desconectarte de tu inteligencia y verla desde lejos, como si no te perteneciera. Es contemplarte con la triste certeza de que eres uno más: débil, vulgar, tan humano como el resto. Y lo cierto es que tus caídas suelen parecerte más ridículas a ti que a los demás. Ese «tierra trágame» resuena fuerte dentro de ti, pero no tanto fuera… ¿o sí? Glub.

La excusa es conocida: errare humanum est. Pero impedir que «se te vaya la bola», tanto en lo grave como en lo trivial, siempre está en tus manos. No nos engañemos: sabemos cuál es el camino correcto. Si no lo tomamos, es porque creemos que nuestro «superior intelecto» o alguna enigmática casualidad nos librará de las consecuencias. En realidad, es la bondad de los otros la que suele amortiguar nuestra caída en la simpleza, el instinto o, directamente, la gilipollez galopante.

Es una jugarreta, pero necesaria: recordar esas trampas en las que caímos voluntaria y libremente —sin que nadie nos obligara a hacer el bobo, el mono o el cerdo— nos ayuda a rectificar antes de volver a tropezar. Es un ejercicio duro, pero útil. Al recordar, lo tuyo o lo de otros, descubres que esa disyuntiva entre lo correcto y lo fácil está siempre en tu mano. ¿O no?

Quizá la sal de la vida sea precisamente equivocarse, voluntaria o involuntariamente. Ver qué pasa si no hacemos lo esperado, lo cuerdo, lo aprendido. Equivocarse puede ser adictivo, y durante un rato, incluso satisfactorio. ¿Somos capaces de privarnos de un placer, por efímero que sea?

Como escribió Sigmund Freud, «nuestros complejos son la fuente de nuestra debilidad, pero con frecuencia son también la base de nuestra fuerza».

Nota sobre Cipolla

Carlo M. Cipolla, en su ensayo Las leyes fundamentales de la estupidez humana (Allegro ma non troppo), lo explica casi científicamente, con un humor tan sutil como brillante. Estudia el comportamiento, abundancia y peligro de los individuos estúpidos, concluyendo que este grupo —distribuido homogéneamente en toda la sociedad— es más peligroso que cualquier otro y responsable de buena parte de las desdichas humanas. En su propia universidad comprobó que el porcentaje de estupidez era sorprendentemente similar entre bedeles y catedráticos, siendo incluso ligeramente superior en estos últimos.

Haciendo amigos, claro.

Pedro Picatoste

Empresario e historiador.

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