De entre todas las alarmas que suenan en el hombre, hay una omnipresente, silenciosa, letal y absoluta, que lo resume y unifica todo: la alarma del miedo.
Por todos los lugares suenan alarmas, unas más estridentes, otras apenas perceptibles; alarmas de voces desesperadas y otras de amenazas susurradas. Existen alarmas luminosas, destellos que no dejan dormir, y alarmas que son apagones incomprensibles: la penumbra repentina donde la desorientación se multiplica. Hay alarmas de confianza rota, y las hay de conciencia: las más poderosas, las que nos sacuden por dentro, esas que no respetan horarios ni silencios. Sin embargo, por encima de todas ellas hay una omnipresente, silenciosa, letal y absoluta, que lo resume y unifica todo: la alarma del miedo.
Las alarmas de conciencia nacen en el corazón del ser humano y, tras recorrerlo todo, terminan difuminándose en los laberintos del cerebro. Allí dentro, siento –sentimos todos– cómo miles de nervaduras invisibles hostigan a cada instante al hombre, persiguen su futuro, lo agitan y desvelan.
Nunca el ser humano ha sentido tanto miedo como ahora. Vivimos en una época donde la incertidumbre es tenaz, y el temor, ubicuo. Se apagan las luces de dos naciones y cincuenta millones de seres humanos quedan súbitamente a oscuras. Nadie sabe qué hacer. Nadie sabe qué pensar. Flotamos en un mar de desconfianza: en nuestros líderes políticos, en los empresarios, en los mismos dioses a los que antes rezábamos. De pronto, alguien murmura entre las sombras: «Es el final». Y las conciencias se revuelven excitadas, como animales atrapados en un fango denso y frío, del que solo se puede salir encogido, temblando como un niño asustado ante una tormenta desconocida. Eso es el miedo.
El miedo es la alarma subyacente y permanente del ser humano. Es nuestro pan de cada día, nuestro atuendo invisible, el disfraz preferido del que nadie habla. Pocos se atreven a admitir que, en el fondo, todas nuestras cuestiones de inseguridad –las grandes y las pequeñas, las privadas y las públicas– acaban transformándose en miedo. Y no hay fórmulas milagrosas para resolver ese dilema. Confundimos los síntomas con la raíz: creemos que evitar la oscuridad es suficiente, que prevenir el síntoma bastará, cuando en realidad es solo el preludio de una inmersión irremediable en el miedo.
No existen milagros, ni empresas, ni Estados, ni líderes salvadores capaces de detectar con precisión dónde habita esa especie de virus invisible y antiguo: el miedo, contagioso pero sin fiebre ni erupciones, demoledor pero silencioso. No derrumba edificios con estruendo, no incendia bosques ni provoca gritos, pero sí levanta en el interior de cada uno de nosotros una torre infinita. Y en la cumbre de esa torre ondea, inalterable, su bandera de colores no inventados.
El miedo se ha instalado en nuestra intimidad, en las costuras de lo cotidiano. Cuando surge cualquier alarma de inseguridad a nuestro alrededor, buscamos culpables inmediatos: la culpa es de las empresas, de los intereses ocultos, de la guerra, de personajes siniestros que diseñan conspiraciones desde las sombras. Pero rara vez acertamos a reconocer lo esencial: cada temor que nos conquista es, en realidad, una victoria más del miedo.

El miedo forma parte de nuestro subconsciente colectivo, de ese rincón compartido donde fermentan los sueños y las dudas. Tratamos inútilmente de remediar su presencia mediante eventos disuasorios: lo intentamos con viajes en avión, cruceros, bailes exóticos, rebeliones contra los valores heredados, incluso rebeliones contra Dios y contra el tiempo. Buscamos refugio en la inteligencia artificial, en nuevos descubrimientos, en la exploración de continentes ocultos en el agujero negro del espacio. Pero no hemos dado aún con la fórmula secreta para desenterrar la raíz del miedo, ese origen primordial y profundo que solo podría ser hallado en la serenidad y en la belleza.
Nos extrañamos de la parafernalia que acompaña los rituales de la muerte, criticamos la existencia de lujo en un cónclave papal, la opulencia en los yates desmesurados, en las monarquías doradas, en la creación de nuevas élites. Admiramos la belleza de quien ostenta cargos elevados y cumple con todas las normas de la excelencia. Pero nos falta valor para rebelarnos desde la concordia interior, y enfrentarnos a las termitas invisibles que corroen nuestra madera por dentro hasta dejarla hueca, quebradiza, al filo del abismo.
Y es precisamente eso, el abismo, lo que nos define. El hombre contemporáneo se asoma al precipicio de sí mismo y desde allí, entre vértigos, comprende –o intuye– por qué tiene miedo. Se rebela contra todo lo que suena, resuena, centellea o espuma a su alrededor, sin comprender que quizá solo los valores eternos ofrecen un antídoto, siquiera parcial, al miedo.
Nos queda el regreso. ¿Pero a dónde? ¿Dónde está esa Ítaca soñada que nos haga, al fin, felices y nos asegure una tierra donde nunca se apague la luz? ¿Dónde hallaremos un abismo al que asomarnos sin temer que es el final?
Tal vez solo nos queda aprender a mirar ese miedo de frente, reconocerlo en nosotros, y desde allí, comenzar el camino –incierto y necesario– hacia una nueva concordia interior. Porque, al final, el miedo solo deja de crecer cuando somos nosotros quienes dejamos de alimentarlo y recuperamos nuestra propia luz, aunque sea titilante, en la oscura torre infinita que habitamos.
¿Por qué no recuperamos los valores de siempre? Quizá porque nos creemos demasiado modernos, demasiado lejos de nuestros propios orígenes, como si el pasado fuese un estorbo y toda herencia ––religiosa, filosófica–– un peso muerto que nos impide avanzar. Y sin embargo, cuando todo lo contemporáneo se tambalea —cuando los viejos miedos regresan, desnudos y descarnados, bajo la pátina de fórmulas económicas prometidas como infalibles, de revoluciones convertidas en consignas estériles—, ¿a dónde mira el hombre? ¿No mira, acaso, a lo que ha sobrevivido? ¿Dónde está Dios? Tan lejos y tan cerca.
Ahí está la Iglesia —con sus muchas luces y muchísimas sombras, a veces contradictoria y, tantas veces, incomprensible— permaneciendo inexplicablemente sólida, bella y única, tan criticada por la hipocresía y el fariseísmo moderno como admirada por su capacidad para dignificar la muerte y consolar los miedos de la humanidad y organizar los grandes tránsitos humanos.
No se trata de proponer una vuelta acrítica al dogma ni de celebrar sin reservas a una institución compleja y ensombrecida por errores y horrores propios e impropios. Se trata, en cambio, de reconocer que existe algo —una fibra, un sentido de trascendencia, una belleza ritual, un rechazo indomable— capaz de resistir mil ataques y pervivir en la memoria de los siglos.
En un mundo que ha intentado reinventarse una y otra vez, lo que resulta verdaderamente revolucionario es, acaso, mirar atrás; pensar desde la humildad de quien duda, de quien teme y reconoce en ese miedo una urgencia: la necesidad de reencontrar el sentido de ser felices. Porque el miedo —ese miedo atávico al dolor, a lo desconocido, al propio vacío— suele encontrar consuelo en valores antiguos: la solidaridad, la compasión, la búsqueda del bien común, el respeto ante el misterio.
Nunca como ahora el mundo había tenido tanto miedo y, al mismo tiempo, tanta dificultad para volver a su “hogar”, ese lugar esencial donde los valores de siempre todavía valen algo. Y por eso, antes de despreciar lo antiguo o de declararlo obsoleto, tal vez convendría —aunque solo sea por un instante, casi de soslayo— atender a lo que nunca se apaga: esa pequeña luz encendida desde hace veinte siglos en el corazón de lo humano.
Mirar de frente el miedo es, también, mirar de frente la pregunta por lo verdadero, por aquello que, aun criticado, permanece. Quizá ahí radique la redención posible de nuestro tiempo: la valentía de volver amar aquello que siempre estuvo ahí, aguardando la sonrisa de cuando fuimos inocentes. ¿Cuándo llegará nuestra decadencia humana a mirarse en ese espejo?
Grandes reflexiones y un apunte a los dos mil años de Cristianismo… Por ahí van los tiros. Varias veces, en la Biblia, dice Dios «no tengáis miedo». Y en el Evangelio de San Juan, capítulo 3, versículo 16, leemos: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no se pierda,, sino que tenga vida eterna». San Pablo proclamó: «Si Dios está conmigo, ¿a quién temeré?». Un fuerte abrazo.