Aún no se ha escondido del todo el sol, pero aun así todas las luces de la ciudad están en modo on. Las farolas, aunque parecen apagadas por el tremendo contraste con las luces de neón de inconmensurables escaparates, tienen sus bombillas a pleno rendimiento. Las esquinas y las horas colgadas del tiempo atusan a los transeúntes y a los minutos que pasan por allí. Y todo se mezcla tan rápido que la noche empieza su número de magia diluyendo la realidad ahora en otra cosa.
Hay un montón de jardineras con nomeolvides, pero con la oscuridad o con tanta luz no se ven demasiado; hay también un grupo numeroso de nipones que descargan una y otra vez sus flashes, aunque sea la fotografía noningentésima en apenas una hora que dura el turibús en su recorrido nocturno. El conductor parece un tipo nervudo y casi siempre utiliza guantes, aunque haga un calor de mil demonios y no tenga ningún estigma colgado del parabrisas. A veces en medio del tour y sin techo, una capa de nubes bajas con tonos claramente grises se empeña en mojarlo todo y además deja granizo y brumas espesas de niebla. Supongo que deben ser cámaras especiales y gente de otra manera, porque nunca había visto tantas fotografías de nubes y niebla y todo eso. Uno de los pasajeros le comentó a la guía, que le gustaría visitar por la mañana un río nivo-pluvial y que para entonces, ya tendrían todas las cámaras a punto y con sus carretes o tarjetas impolutas.
A veces las horas del tiempo parecen inmensas y un pequeño reloj de pulsera se convierte en una especie de agujero negro que te traga sin que puedas hacer casi nada, aunque pidas cita urgente con el mismísimo Stephen Hawking.
Sí, ya sé que pensarán que esto es una disquisición y que poco o nada tiene que ver con la noche, el turibús o los japoneses, pero les digo una cosa para terminar, vamos a no cerrar del todo el interruptor de la imaginación, al menos mientras dure este fantástico viaje, la vida.
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