Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Historia

Aquellos cónclaves tan divertidos

Conteo de votos en el cónclave de 1903 y los cardenales en la Capilla Sixtina. Impresión artística de Achille Beltrame (Fuente: Wikimedia).

Ya no hay cónclaves como los de antes. Hay que reconocer que todo lo que rodea a la elección del nuevo obispo de Roma es fascinante. La liturgia que lo rodea, desde el extra omnes al habemus papam está perfectamente estipulada, reglamentada y ejecutada. Un proceso que se ha ido puliendo a través de los siglos para elegir al sucesor de san Pedro, al vicario de Cristo en la Tierra. A la cabeza de la única monarquía absoluta electiva del planeta.

Pero lo dicho, ya no hay cónclaves como los de antes. De hecho, el propio concepto de cónclave apareció cuando el colegio cardenalicio tardó más de la cuenta en ponerse de acuerdo en la elección del nuevo papa en Viterbo en 1271 y los ciudadanos de esa ciudad optaron por encerrarlos bajo llave y racionarles la comida a ver si aquello ayudaba a sentir plenamente la influencia del Espíritu Santo. Poco más de un siglo después, en 1378, falleció en Roma Gregorio XI. Las normas de la época establecían que los cardenales debían reunirse allá donde había muerto el papa para elegir a su sucesor, aunque había ciertos «vacíos legales» interpretativos que tendrían peso en los acontecimientos posteriores. La Iglesia llevaba 68 años gobernándose desde Aviñón por lo que en Roma pretendían que las cosas volviesen a su cauce natural y el obispo de Roma residiese en Roma.

De los 23 electores solo acudieron 16 y estaban divididos en dos facciones, la italiana y la francesa. En Roma comenzaron las movilizaciones ciudadanas al grito de «romano lo volemo» (lo queremos romano) aunque también se escuchaba lo de «al manco italiano» (al menos italiano). En resumen, que si el nuevo papa no era romano se conformaban con que fuese italiano y, lo que es más importante, que no fuese francés. Vamos, que hace 700 años la gente ya pensaba que daba igual a quién eligiesen para un cargo siempre que no fuese francés.

Evidentemente, el ambiente estaba caldeado y algún cardenal propuso salir de Roma para celebrar el cónclave en condiciones, algo que al resto le parecía bien a la vez que entendían que si intentaban salir de la ciudad puede que la gente no se lo tomase bien y temían por su integridad. Es más, ni siquiera tenían claro que el asunto no acabase en un asalto violento al lugar donde se celebraba el cónclave.

Retrato grabado de Urbano VI por Onofrio Panvinio (Fuente: Wikimedia).

Con este panorama alguien se acordó de Bartolomé de Prignano, arzobispo de Bari, que se encontraba en Roma pero no dentro del cónclave, dado que no era cardenal. A la mayoría de los presentes les pareció bien la idea. Llevaban solo 48 horas de cónclave y les estaba entrando la prisa. Probablemente desde donde estaban debatiendo escuchaban los gritos de los romanos y temían que la cosa acabase mal para ellos. Como para jugársela. El problema entonces era que, como Bartolomé no se encontraba en el lugar, era necesario salir a buscarlo, informarle de la elección y saber si aceptaba. Y a partir de aquí empieza el lío gordo.

El cardenal Orsini, romano pero considerado demasiado joven para ser papa, se dirigió a la multitud exhortándolos a dirigirse a san Pedro. Allí se encontraba el otro cardenal romano, Tebaldeschi, que había quedado encargado de conservar las insignias papales. Tebaldeschi, que también era romano, era demasiado mayor y había quedado fuera de los papables. Pero en el momento de euforia ya daba igual. La multitud entró en la basílica pensando que Tebaldeschi era el nuevo pontífice. Este intentó explicar que no, que no, que él no quería líos y ni papa ni pape, que a él nadie le había dicho nada, que solo estaba allí custodiando las insignias. La gente, convertida ya en populacho, empezaba a ponerse nerviosa y a decir que lo de «más feo que pegarle a un cura» era solo un dicho popular y no una ley en sí misma. Los cardenales electores intentaban pasar desapercibidos y cada uno intentaba salir de ahí para llegar a sus casas, y el que pudiese que se marchase de la ciudad.

En medio del barullo otro cardenal empezó a gritar «Bari, Bari» para hacer ver que el cardenal de esa ciudad era el elegido. Pero claro, con los gritos, los nervios y los empujones allí no había quien entendiese nada. No solo eso, cuando la voz fue pasando a los últimos de la fila lo de Bari se había convertido en De Bar o algo así. Lo que sonaba a francés. Lo que faltaba. «Nos han engañado» o «no lo queremos» es lo más suave que salía de las bocas de los romanos.  A esas alturas la cosa ya se había descontrolado por completo con agresiones a cardenales, curas y todo aquel que pillasen despistado. Finalmente, apareció Bartolomé de Prignano y lograron explicar a la turba que él era el elegido. Habemus papam y todo eso (no sé yo si lo de anunciar con gran alegría se lo saltaron, dadas las circunstancias) y que aceptaba el cargo con el nombre de Urbano VI.

Los mismos que hasta unos momentos antes estaban dispuestos a quemar la ciudad pasaron a aclamar al nuevo papa. «Urbano, Urbano» y aquí paz y después gloria, nunca mejor dicho. Porque además anunció que permanecería en Roma y nada de volver a Aviñón ni volver a gobernar la Iglesia desde fuera de Roma. Ahí sí que hubo gaudium magnun.

Y así terminó uno de los cónclaves más tumultuosos de la Historia, aunque no el único. Sin embargo, el tema no se zanjó ahí. Por lo que sea, hubo algunos cardenales, en especial los franceses, que consideraron que la elección no había sido del todo limpia y que se habían recibido presiones (a saber por qué llegaron a esa conclusión). Esto, unido a discrepancias por las políticas emprendidas por Urbano VI, les llevó a reunirse cinco meses después por su cuenta para declarar nula la elección de Bartolomé, nombrar papa a Roberto de Ginebra como Clemente VII, devolver la sede a Aviñón y provocar el Cisma de Occidente. Todo en una sesión.

Manín Soriano

Alicantino y herculano. O al revés. Estudié Historia para cargar aviones y me encantan las dos cosas.

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  • Dentro de la gran historia de la Iglesia hay historietas cismáticas poco ejemplares y más que desagradables. Interesante artículo.