Los chinos siempre han mantenido una relación de amor-odio con los grandes cursos fluviales que atraviesan su territorio entre paisajes de leyenda. Fuentes de abundancia y calamidades, el rumor de sus aguas surcando la geografía y el tiempo cuenta historias de pobres campesinos, de valerosos guerreros, de cortesanas ambiciosas, de reyes caídos en desgracia… En general, de la civilización surgida en el valle del río Wei —principal afluente del Amarillo— y cuyas narraciones adoptan distintos formatos para retar al olvido. Las imágenes en movimiento tal vez sea el más privilegiado. Y su sexta generación de directores-autores, cronistas desde la ficción de uno de los periodos de mayores transformaciones de China.
Lou Ye y Jia Zhangke, dos de los máximos representantes de aquellos creadores audiovisuales egresados en escuelas de cine a finales de los ochenta y en los noventa, ponen rostro a la corriente que muestra con espíritu de documental, a veces cámara en mano, a los individuos de esa República Popular de los últimos 35 años. El preciosismo o los valores exhibidos en algunas cintas de la quinta generación como Adiós a mi concubina (Chen Kaige, 1993) o ¡Vivir! (Zhang Yimou, 1994) no tienen cabida en los relatos de una nación en pleno avance, pero con profundas fisuras.
Cuando Rafael Poch redactó para Magazine ‘La China que cambiará nuestras vidas’, en la primera mitad de los dos mil, los datos del Imperio del Centro eran paupérrimos pese a fabricar el 30 % de los aires acondicionados, el 25 % de las lavadoras o el 70 % de los juguetes del planeta: ni 10 automóviles por cada 1000 habitantes, solo un 40 % de residentes urbanos, en el vagón de cola en equidad sanitaria según la Organización Mundial de la Salud (OMS)… El 82 % de los chinos pertenecía a la clase baja y 400 millones vivía con menos de dos dólares diarios.
Suzhou River (Lou Ye, 2000) es hija de esa transición hacia una economía de mercado e internacionalizada, con unos impactantes minutos iniciales que la convirtieron automáticamente en título de culto. En Occidente se consideró el hito inaugural de la sexta generación —para ser exactos, fue Mama (Zhang Yuan, 1990)—. Por el contrario, Ye sí firmó el epitafio de la misma con Una película inacabada (2024), sobre un equipo de rodaje confinado en un hotel de Wuhan en 2020, durante la pandemia. Sin embargo, Zhangke reservaba un as en la manga.
A la deriva (2024) aterrizó en España el pasado 27 de junio, por gentileza de la distribuidora Atalante, tras más de un año de retraso luego de ser vencida en la sección oficial de la 77.ª edición del Festival de Cannes por Anora (Sean Baker, 2024), que asimismo arrasó en los Óscar… El galardón hollywoodiense, pase, por su descrédito; la Palma de Oro son —o antaño eran— palabras mayores para un espectáculo seudoerótico como el del estadounidense, quien ha demostrado su habilidad con Tangerine (2015) —grabada mediante smartphones— o, especialmente, The Florida Project (2017).

En el caso de Zhangke, su material descartado —en concreto, de Placeres desconocidos (2002), Naturaleza muerta (2006) y La ceniza es el blanco más puro (2018)—destila una maestría con la cual abundantes cineastas sueñan. Y A la deriva es prueba de ello: sin posibilidad de salir a la calle en la cuarentena coronavírica, se dedicó a recuperar dichos retales y darles una coherencia que le granjeó otra nominación en el certamen francés. Si bien no fue laureado, la calurosa ovación en el Palacio de Festivales y Congresos de la localidad rivereña, el 18 de mayo de 2024, evidenció el respeto que críticos y cinéfilos le profesan.
«Lo mejor de Cannes hasta el momento (aunque no se llevará ningún premio)», auguró acertadamente El Cultural por su planteamiento poco convencional, demasiado incluso para una cita que alardea de abanderar cine de vanguardia. Algunos, de hecho, todavía cuestionan la querencia del jurado por Anora y no por propuestas más arriesgadas. Y es que, intentar comprender el bestial salto de China y el vínculo entre los protagonistas sin apenas diálogos, en tres bloques de poética docuficción, resulta desafiante. Una bendición, dada la anodina cartelera estival.
De la bicicleta al ferrocarril de alta velocidad
A la deriva comienza en 2001 en la destartalada ciudad de Datong, la del carbón y el fénix. El director asiático retoma de Placeres desconocidos escenas y el personaje de la cantante, bailarina y modelo Qiaoqiao —interpretada por Zhao Tao, esposa de Zhangke—. Su pareja y mánager, el hampón de poca monta Bin (Li Zhubin), deseoso de probar suerte en otros lares, se despide de la muchacha con un escueto SMS y le promete que volverá a por ella, cosa que nunca ocurre.
Entretanto, la China del low cost es aceptada en la Organización Mundial del Comercio (OMC) —un antes y después—, escogida para albergar las Olimpiadas de 2008 en Pekín y aparecen las discotecas en provincias; Qiaoqiao lo da todo en la pista mientras señoras de mediana edad entonan canciones costumbristas en el ruinoso Palacio Cultural de los Trabajadores. Su gerente —el verdadero, no un actor— explica el porvenir del recinto y enseña la pintura del presidente Mao rescatada del fuego durante las tareas de limpieza.
Los otrora símbolos revolucionarios hoy son leña en las gélidas noches de invierno, estrambóticos suvenires para los laowai o reclamos folclóricos de la era en la cual se anunciaba el advenimiento de una nueva sociedad. Y así fue, pero no como fantaseaban los guardias rojos ni los miembros de una sexta generación cuyas críticas a la China contemporánea les han colocado en el visor de las autoridades en repetidas ocasiones. Quizá sea el precio por primar «la autenticidad», evitar «el brillo de la propaganda dominante» y elegir como escenario «los rincones olvidados» de las metrópolis, subraya la investigación ‘El imaginario social y el cine chino de la sexta generación’ (Zhang Xu, 2023) de la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M).
Siguiendo con A la deriva, Qiaoqiao pensaría lo de «si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña», y ya, en 2006, sale al encuentro de Bin en la villa de Fengjie, antes de ser anegada por el Yangtsé debido a la construcción de la imponente presa de las Tres Gargantas. Con metraje de Naturaleza muerta —León de Oro en la 63.ª Mostra de Venecia—, Zhangke retorna a ese paraje desolado, de destierro. Qiaoqiao se abre camino entre auténticos desplazados que abordan los ferris hacia sus nuevos hogares. «Hacemos esto por nuestro país», se convence uno de los 1,3 millones de condenados al desarraigo. Los escombros sepultan recuerdos de unos enclaves a demoler por cuadrillas dirigidas por oscuros intermediarios. El reencuentro de Qiaoqiao con Bin, carente de épica o romanticismo, no sorprenderá a quienes hayan visionado Naturaleza muerta.

«Los barcos flotan en el agua, pero también se hunden en ella», reza un proverbio; el líquido elemento que acarrea Qiaoqiao contenido en la seguridad de una botella y esgrime el Partido Comunista de China (PCCh) para ratificar su posición. Domar los impredecibles flujos del Yangtsé con una maravilla a la altura de la Gran Muralla dota a la formación de un pretendido Mandato del Cielo para regir los destinos de 1400 millones de chinos; la justificación usada por los emperadores y que el PCCh estuvo apunto de perder hace tres años con las protestas contra la política de COVID cero. Por fortuna, la sangre no llegó al río: Xi Jinping levantó las férreas medidas higiénico-sanitarias por los temores al fantasma de Tiananmén y tener que ordenar al Ejército reprimir a gente que coreaba Larga vida al pueblo y otros hits libres de sospecha.
Precisamente, el broche de A la deriva acontece en 2022. La mayoría de tomas en Zuhahi y Datong son originales, filmadas por Zhangke ex profeso para este, señala Variety, «retrato fundamental de la China moderna». Un tercer acto que invita a más lecturas respecto a los anteriores, con omnipresencia de mascarillas, test PCR y pasaportes COVID. Los protocolos anticoronavirus trastocan a la población, aunque solo son otro clavo en el alma de Bin, envejecido tras años buscando el éxito en los bajos fondos. En el sur se percata de que el mundo le ha superado —impagable la secuencia del avión al descubrir que, en una nación donde faltaban inodoros, ahora los hay de primera y de segunda; o la del influencer, en la cual no entiende nada y menos cómo se rentabilizan las redes sociales— y regresa a casa para comprobar que Datong le es ajeno. El hub minero de su juventud es una equis más en el mapa de la aldea global, con supermercados, McDonald’s y torres de apartamentos ocupados por vecinos que abrazan aficiones burguesas.
En el súper —en el que la mirada de Zhangke se «cuela» a través del circuito de videovigilancia—, Bin halla a Qiaoqiao. Empleada en el área de frutas y verduras, sus aspiraciones quedaron muy atrás; el adagio de los navíos y el agua simboliza perfectamente su amor por Bin: fue el motor que la empujó a recorrer China hasta encontrarlo y lo que terminó con ella. Instalada en la monotonía, pasa sus días en el establecimiento con un amigable robot que emite aforismos, clave en el clímax de la película.
Los sentimientos de Qiaoqiao continúan intactos, sin significar debilidad. «He visto a muchos hombres sacrificar sus principios y dignidad por el beneficio personal, y a muchas mujeres permanecer fieles a sí mismas», sentenció Zhangke al ser entrevistado por el escritor y guionista británico Tony Rayns en abril de 2024. Y definió a Bin como un varón «roto» y a Qiaoqiao como una «resiliente». «En las mareas de las corrientes sociales», agregó el director-autor, «los hombres son propensos a alienarse y las mujeres a ser más independientes». Así procede Qiaoqiao en el desenlace de ‘A la deriva’, pese a su cariño hacia Bin, en el que suena una balada sobre las estaciones. Como aquella cálida primavera de 2001 en la cual el futuro parecía distante y repleto de horizontes colectivos y particulares por conquistar.
El paso del tiempo en un país con rostro de mujer
Cuarenta y cuatro años de historia china, que arrancan en 1978 con la puesta en marcha de Reforma y Apertura —el programa económico de Deng Xiaoping—, se intuyen a 155 segundos del fundido en negro, cuando Qiaoqiao observa el infinito. A la manera de distancias siderales, solamente alcanza a vislumbrar lo más próximo, lo vivido en piel propia con Bin y que constituye un grano de arena sacudido por las dinámicas de una China en conversión, con una miríada de récords inverosímiles. Los ojos de Tao —que en ‘A la deriva’, sin pronunciar palabra, se erige en la Ruan Lingyu del siglo XXI, utilizando técnicas del cine mudo como la exageración de expresiones faciales para enfatizar emociones— también son los de su marido, fedatario de la evolución social con Pickpocket (1997), Platform (2000), El mundo (2004), Un toque de violencia (2013) o Más allá de las montañas (2015), infravalorado melodrama apto para el público mainstream que sitúa la acción en 1999, 2014 y 2025.
Porque la trayectoria del artista de Shanxi va de eso, de cómo se marchitan las hojas del calendario en medio de la metamorfosis china, desmarcándose de sus coetáneos al incorporar postulados de la generación precedente. Si la quinta es la de los historiones, la sexta se caracteriza por poderosas estampas que quedan impresas en la mente del espectador. Zhangke combina con frecuencia la destreza para componer tales escenas dentro de films que extienden su argumento lustros y decenios en un contexto que trasciende al reparto; un efecto de la obsesión de los chinos por el transcurso del tiempo y la baza que jugó el PCCh en su centenario con ‘El gran viaje’ (2021), show conmemorativo en el estadio Nido de Pájaro que repasó las contribuciones de la entidad al ascenso de China, al estilo de una ceremonia olímpica, un mitin musicalizado y los mass games norcoreanos.

A la deriva es la cara b de El gran viaje. Con leve regusto a la quinta generación, Zhangke revela en sus trabajos consecuencias del desarrollo desbocado. Si, por ejemplo, en ¡Vivir! la familia es un refugio y manantial de alegrías a pesar de las fatalidades y la carestía del maoísmo, en Más allá de las montañas las riquezas no guardan conexión con un elevado grado de unión filial o satisfacción vital. El PCCh se jacta de haber sacado a 800 millones de personas de la miseria. No obstante, esa singladura encierra claroscuros. La República Popular ya es una superpotencia con problemas europeos y norteamericanos: soledad, consumismo exacerbado, estrés, panorama laboral hipercompetitivo…
Se podría decir que los chinos eran felices cuando no gozaban del bienestar actual. Craso error. Reportajes como Las habitaciones de la muerte (Channel Four, 1995) disipan las idealizaciones hasta del pretérito reciente. Aun así, las posesiones y comodidades —y experiencias como el turismo en el extranjero— no impiden el drástico incremento de ciudadanos con ansiedad y depresión, tal y como recogió el artículo ‘Prevalence of mental disorders in China: a cross-sectional epidemiological study’ (VV. AA., 2019), publicado en la revista científica The Lancet y del que EFE se hizo eco.
Los han frente a la incógnita del mañana
Comparada con Boyhood (Richard Linklater, 2014) —no, por Dios…—, A la deriva es la tranquila supernova de la sexta generación de directores-autores junto a Una película inacabada; el epílogo a una forma de entender el cine encuadrada en una de las etapas más fascinantes de China y que ha venido reflejando la realidad conforme se iba produciendo, a diferencia del magno ejercicio evocador que es la quinta. Con la etiqueta «séptima generación» que no acaba de cuajar para definir a una incipiente cohorte de realizadores, y una sociedad que ha obtenido determinados estándares de confort, la República Popular rivaliza con Estados Unidos por el liderazgo, algo que aparentaba imposible. El tiempo decidirá si los han —el grupo étnico predominante en China (92 %) y a nivel mundial (20 %)— son la esperanza o la zozobra de la humanidad.
Por lo pronto, el Politburó marcó en fosforito 2049 como fecha en la cual China ha de ser la potencia número uno gracias al comercio, la ciencia y la tecnología, las infraestructuras y la «prosperidad común» de Jinping. Mientras, al oeste del Bósforo, se empeñan en aupar discursos populistas, supercherías y a dirigentes que, con pasión, apadrinan las necedades difundidas por seudomedios y los rincones más retorcidos de internet.
En cuanto a Zhangke, como hiciera Yimou, todo apunta a que enfocará su talento en filmes de género; veremos si reanudará la estela dejada por Más allá de las montañas y contará con su musa, Tao. De cualquier modo, con lo ya efectuado desde el arte y ensayo, sus hermanos de generación y él pueden presumir de ser más parejos a periodistas y sociólogos que a perpetradores de blockbusters. Si «el tiempo es como el discurrir de un río: no vuelve», Zhangke y los suyos han logrado congelarlo en celuloide. Y sí, es posible referirse así a otros movimientos cinematográficos, pero ello no les resta mérito al haber sabido desentrañar los márgenes de la China posmoderna.
Sima Qian, padre de la sinohistoriografía, registró en Memorias históricas —elaboradas entre el 109 a. C. y el 91 a. C.— las biografías de mandatarios y demás personalidades de relevancia, mitológicas y de carne y hueso. Sería muy osado cavilar que la sexta generación de directores-autores es el equivalente de nuestros días. Empero, sus obras son excepcionales para acercarse a un breve capítulo de la historia china que ya ostenta un marcado componente identitario generacional —valga la redundancia—, y que, con nostalgia, reivindicarán incluso quienes ni habían nacido. Algo así como con la «década prodigiosa» en Occidente.
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