Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Mi querida España

Una nación perpleja

Imagen generada con ChatGPT.

Ni el pincel más osado de Velázquez, en sus tiempos de mayor clarividencia, hallaría lienzo suficiente, ni paleta capaz, para capturar la esencia de este guion que se escribe a diario en el solar calcinado de España. Diríase que los dramaturgos de antaño, los Lope de Vega que en horas veinticuatro pasaban de las musas al teatro y tejían comedias imperecederas, guardarían hoy un silencio reverencial, mudos ante la audacia de una obra que desafiaba toda lógica. Porque lo que aquí acontece, este campeonato mundial de surrealismo político, encerrado en el cuadrilátero de La Moncloa, es algo que el entendimiento se resiste a procesar.

Este país, murmuran los escaños vacíos de la conciencia, se ha vuelto loco. Se ha extraviado, dicen, en un laberinto sin minotauro, un minotauro que, quizá, nunca existió más allá de las proclamas grandilocuentes. No sabe por dónde va, se lamenta el observador atónito, el que aún cree en la aritmética simple antes que en la alquimia de los pactos imposibles.

Mientras tanto, en las cúpulas del poder, se gesta, o eso parece, el gran milagro. No ya el de la Santísima Trinidad, que antaño bastaba para dar sentido a lo inescrutable, sino el de una vigésimo primera. ¿Cuántas divinidades caben, nos preguntamos, en la cabeza de un señor que responde al nombre de Pedro Sánchez? ¿Dónde se esconden los socialistas de verdad? Nunca se ha simplificado tanto, en una sola persona, la estructura física y moral de un hombre. Pedro Sánchez se ha hecho partido. ¿Milagro? No lo parece. Es real. Pedro Sánchez es el dios del PSOE.  Tanto, que hasta tiene el privilegio de transmitir a sus ministros el abismo ético que lo sostiene, y, lo que es peor,  el silencio más hermético a las decenas de miles de socialistas honrados.   

Un hombre, se intuye, cuya voluntad se sostiene sobre el delicado equilibrio de voluntades ajenas, entre ellas la de un prófugo de la justicia que, desde la gélida Waterloo, se frota las manos, humilla, se carcajea. Un actor colado desde el hueco del apuntador en esta farsa de equilibrios precarios con la mirada de un Señor de los Anillos que observa su reino desde la sombra, como los cobardes, dictando la próxima escena a cambio de siete lentejas envenenadas por la serpiente que mató a Filoctetes. ¡Ah, Filoctetes! Se me olvidaba que ni Sánchez, ni el sanchismo triturado en una batidora, ha leído La Ilíada. Uno de los gigantes del periodismo español me decía hace poco que el problema no era ese. “Sánchez no ha leído nada”. 

Esto, de verdad, no hay quien lo entienda.

¿Y cómo entenderlo? ¿Cómo es posible que el abogado Boye, el de Puigdemont, determine que en el Peugeot, en cuya atmósfera se urdió la operación “Sánchez al poder” manipulando, subvirtiendo voluntades y papeletas, no hay espacio suficiente para intercambiar opiniones montaraces y trazar caminos mafiosos, lo imposible, si menester fuera, para llegar al poder? No era un Peugeot. ¿Hasta cuándo y cuánto se alargará la serpiente venenosa que mató a Filoctetes? ¿Tanta es la paciencia de este país que resiste el aire viciado, encapsulado, nauseabundo, sin que su conciencia le obligue a levantar su orgullo ante el estoque que lo humilla?

Mentiras desoladoras, inquietantes, serviles, sazonadas con el único fin de mantenerse en el poder. ¿Acaso no es esta la mayor corrupción posible? La de mentir, sí. La de olvidar los principios éticos fundamentales que deben guiar a todo ser humano a despojarse de la decencia más básica, para el ejercicio innoble del poder. El olvido deliberado de la verdad como moneda de cambio, como pasaporte a la perpetuidad en el sillón. Y, en este panorama desolador, nos han hecho creer que el fango está en los medios. ¡Nosotros, los periodistas! Cuando son ellos, los del Peugeot, quienes movilizaron el vehículo con la pestilente gasolina que verdea en las alcantarillas. Tanta desvergüenza no cabe ni en el ingenio de Lope de Vega, ni en el sarcasmo de Berlanga, ni en los delirios surrealistas de Dalí.   

Mientras el telón se alza y se cierne sobre nuevas alianzas, tres «peces gordos» —gordísimos, por cierto—, de la vieja guardia socialista han caído. Uno podría esperar, ante tal golpe, una reacción, un temblor, una fisura en el monolito. Nada. El Partido Socialista, la formación que ha cimentado décadas de este armazón democrático, permanece impávido. Como si la onda expansiva se disparase en el aire y el eco de la caída se perdiera en el zumbido constante de los titulares de los periódicos que mañana seguirán transmitiendo truenos y tempestades de un pueblo perplejo pero, en realidad, mucho me temo, solo transmitirán el desconsuelo del vacío.

Y la oposición, se nos dice, ¿qué hace la oposición? También ella ha tropezado, o así parece, ante la magnitud del acontecimiento. Titubea. Tiembla. No sabe, dicen, cómo reaccionar. Atrapada, quizás, en la misma inercia y perplejidad que atenaza al resto. Incapaz de articular una voz, un gesto que rompa la monotonía de este teatro del absurdo.

Tres «peces gordos», gordísimos, han caído del mismo gobierno que, paradójicamente, sustenta, o al menos así se nos recuerda, el Estado de Derecho. Me refiero al mismo Estado de Derecho surgido de una de las constituciones más perfectas que ha dado el pasado siglo XX, estudiada en las universidades de Oxford, Cambridge, Buenos Aires, Sao Paulo, Sudáfrica, Harvard, como ejemplo de transición modélica de una dictadura a una democracia plena.

Ahora, se invierten las ecuaciones, no para avanzar sino para hacernos creer en el camino de regreso: de una democracia plena, a la cárcel oscura de la corrupción y la clandestinidad. Hacia un nuevo caudillo. Mientras, una tercera parte del cuerpo legislativo se manifiesta ante el Tribunal Supremo. La vergüenza parece un concepto olvidado. Esta noche, este país se ha quedado sin la memoria de la libertad.

Tiene que haber una solución. Y esa solución, se intuye en la desesperanza colectiva. Que sea el rey quien, con voz atronadora, diga: ¡Basta ya! Un basta ya rotundo, que haga temblar los cimientos de tanto engaño. Que se queme para siempre el Peugeot donde se esconden los secretos de la malversación que sufrimos los españoles. Que arda y, con él, todos aquellos que urdieron esta farsa que nos ahoga. No en el infierno. En el coche donde cuatro personas tejieron el mayor escándalo criminal político de la democracia española. Y en esa purificación, quizás, encuentre este país la brújula extraviada y el sendero de regreso a la cordura. Tres de los cuatro han sido procesados. El cuarto sigue libre. Que no escape.

Manuel Mira Candel

Periodista en medios nacionales e internacionales; presidente de la Asociación de la Prensa de Alicante; Premio Azorín de Novela en 2004 con "El secreto de Orcelis" y autor, desde entonces, de más de doce libros, entre ellos las también novelas: “Ella era Islandia”, “Madre Tierra”, “El Apeadero”, “El Olivo que no ardió en Salónica”, “Esperando a Sarah Miles en la playa de Inch”, “Las zapatillas vietnamitas” y "Giordano y la Reina".

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  • Gratamente perplejo estoy tras leer tu trepidante y clarividente artículo. Un fuerte abrazo.