Con casi cien años de diferencia, con unos formatos bien distintos, la novela de André Gide L’école des femmes (1929) y la serie The White Lotus, creada y dirigida por Mike White (2021-2025), presentan unos valores coincidentes que ofrecen para sus lectores y espectadores una reflexión suficiente para entender que nuestra sociedad no ha avanzado tanto como parece. Desde la historia de Éveline y Robert, con la mediación de su hija Geneviève, de la novela breve del escritor francés, a la de las tres temporadas de la serie presentadas hasta ahora del realizador norteamericano, la hipocresía social y moral parece ser el talón de Aquiles de una sociedad que no aborda con sinceridad las relaciones humanas. En los años treinta, Gide ofrecía un relato en forma epistolar donde su protagonista desmontaba el mito del matrimonio burgués como forma ideal de vida, de manera que asfixiaba al individuo y reprimía el deseo auténtico. Por su parte, la serie producida por la plataforma HBO-Max expone matrimonios disfuncionales donde el afecto está subordinado al estatus, el poder o el dinero, como el caso de Shane y Rachel en la temporada 1 y el de Daphne y Cameron, en la 2. Una hipocresía moral y social que construye unos personajes en la serie de ficción que mantienen una fachada de corrección, progresismo o éxito mientras ocultan frustraciones, egoísmo o traición. En la novela del siglo pasado, el autor critica la moral burguesa, es especial cuando impone un ideal de vida que está desconectado de los verdaderos sentimientos o deseos de las personas.
Si observamos las coincidencias entre los dos productos artísticos, vamos entendiendo que sus autores centran su visión irónica y mordaz sobre aspectos que no han cambiado. Y eso que nuestro mundo, en los años treinta del siglo pasado, en un momento de esplendor entre las dos grandes guerras, intentaba revisar sus valores y actualizarlos. El escritor francés fue, sin ninguna duda, uno de los promotores de esta voluntad de cambio. La involución moral y la represión de las décadas siguientes ha provocado que gran parte de estas temáticas sigan teniendo vigencia en pleno siglo XXI. Así, el vacío existencial que muestran los protagonistas de la serie norteamericana, donde a pesar del lujo y de la comodidad, muchos personajes se sienten perdidos o insatisfechos—con mención especial al personaje de Tanya McQuoid, interpretado por la actriz Jennifer Coolidge—, ya era referido en el texto de Gide, con una protagonista que experimenta una sensación de fracaso vital, como si hubiera vivido una vida equivocada. Si una cosa no hemos aprendido con el tiempo es que el comfort material no garantiza la plenitud emocional o espiritual.
Ambas obras invitan a romper con las convenciones y a buscar una vida más auténtica, aunque eso implique dolor o conflicto. En el relato en francés, la narradora se da cuenta que ha vivido una vida que no le corresponde y comienza a vislumbrar la necesidad de ser fiel a sí misma. Una observación similar a la de personajes de The White Lotus como Rachel o Tanya que se enfrentan al dilema entre vivir según las expectativas externas o a buscar su verdadera identidad. De manera también conjunta, se pone en evidencia cómo el poder dentro de las relaciones amorosas puede ser destructivo o manipulador. Así, el protagonista masculino de L’école des femmes, Robert, intenta mantener el control de la relación, pero acaba confrontando con su propia inseguridad y fracaso. Y en la serie actual, se proyecta cómo el poder económico, social o sexual condiciona las relaciones amorosas y familiares, donde todo es fachada externa, sin conseguir una sola pareja de iguales. La hipocresía y el valor de la apariencia contamina de base cualquier proyecto de futuro compartido.
A pesar de estar separadas por casi un siglo, L’École des femmes de Gide y The White Lotus revelan una inquietante continuidad: las relaciones humanas siguen marcadas por estructuras de poder, hipocresía moral y el peso de las apariencias. Tanto en la literatura como en la ficción audiovisual, persiste la crítica a un modelo social que asfixia la autenticidad en nombre del prestigio o la norma. La historia se repite, no porque no cambien los escenarios, sino porque aún no cambiamos del todo nosotros. Estas obras, pues, desde su diferencia formal y temporal, nos recuerdan que el conflicto entre lo que somos y lo que mostramos sigue siendo un espejo incómodo pero necesario. De lo contrario, dentro de cien años, alguien podrá escribir una segunda parte de este artículo a partir de alguna obra que vuelva a aplicar el espejo simbólico de la visión de la sociedad del futuro.
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