¿Por qué el ser humano es adicto a la sorpresa? Los que tenemos alguna edad, tuvimos un programa de referencia en la televisión de los años 90: “¡Sorpresa! ¡Sorpresa!”. El programa consistía en atender las peticiones de familiares y allegados de personas anónimas para recibir una sorpresa en directo: desde a un personaje famoso hasta reencontrarse con miembros de la familia desaparecidos. El programa emitió dos especiales el año 2007 que recordaban sus mejores momentos con 25 % de cuota de pantalla. ¿Por qué, pues, este interés por lo desconocido, por lo que nos sorprende? Por una parte, la capacidad de sorprenderse ha sido útil para la supervivencia: conocer las amenazas o las oportunidades para saber reaccionar a tiempo. Y, ¿qué decir de la curiosidad? Cuando algo diferente y no esperado sucede, nos atrae el interés y nos motiva a entender nuestro entorno mejor. El argentino Adolfo Bioy Casares publicó el año 1940 la novela La invención de Morel, una historia pionera de la ciencia ficción en la narrativa latinoamericana que explora la sorpresa como base de la experimentación del protagonista. Con más de una decena de situaciones en las cuales el asombro o el estupor de los acontecimientos se convierte en la base narrativa, esta es una pequeña joya que os recomiendo leer. Una de estas referencias es: “Tuve una sorpresa tan grande que no me importó asomarme por la puerta abierta”. Aunque la nueva realidad nos desconcierte, no podemos frenar nuestro ímpetu y profundizar en el sobresalto que nos ha creado.

Como confirmó el programa televisivo antes referido, somos adictos al asombro y a todo aquello que nos genere un sobresalto, tenga consecuencias positivas o negativas en nuestra alterada cotidianeidad. Nos atrae la ruptura de la monotonía y la inyección de emoción y de novedad; nuestro cuerpo genera dopamina, un neurotransmisor asociado con el placer y la recompensa. Cuando experimentamos lo inesperado, sobre todo si es positivo, nuestro cerebro activa su liberación, de manera que la euforia recibida potencia que busquemos constantemente más experiencias sorprendentes. Pero ¿qué sucede si la sorpresa tiene consecuencias negativas para nuestro día a día? Es el momento en el cual experimentamos la desilusión o la decepción, algo no previsto aparece de manera inmediata y rompe nuestras expectativas. Más todavía si somos personas poco propensas a aceptar la crítica o simplemente que las cosas no salgan como hemos planeado. Si no tenemos capacidades para adaptarnos a la adversidad, podemos ofrecer desajustes emocionales que acaben desarrollando sentimientos de tristeza, frustración, ira o desesperanza. Si la desilusión es más grande, podemos potenciar nuestra ansiedad o estrés, haciendo difícil concentrarse o retomar el control de nuestras acciones. Del mismo modo, la apariencia amable y empática de quien ha recibido el revés puede cambiar y ofrecer su cara más oscura y desagradable: el ángel se convierte en demonio. Tras el tiempo en el cual se ha fingido una aparente normalidad, aparece el yo más íntimo, el auténtico, como reconoce el protagonista de Bioy Casares en diversas ocasiones en su novela.
¿Os acordáis la imagen de estupor de la candidata a la presidencia de los Estados Unidos de América, Hillary Clinton, cuando en 2008 perdió las elecciones primarias que daba por vencidas contra el casi desconocido entonces Barack Obama? Más allá de las diferentes interpretaciones que el suceso tuvo, es obvio que la figura del segundo sedujo su electorado obteniendo 2272 delegados frente a los 1978 de la primera. La primera potencia mundial escogería finalmente aquel mismo año su primer presidente afroamericano frente a la que podría haber sido primera presidenta. No entraré en valoraciones políticas ni tampoco de la valía de uno u otro de los candidatos. Tampoco comentaré que, tras dos mandatos, el sustituto de Obama fue el polémico Donald Trump, que ganó las elecciones contra Hillary Clinton en 2016, que finalmente había conseguido el respaldo de su partido, pero no de la mayoría de los electores de aquel país. Aquella fue, sin ninguna duda, una nueva gran sorpresa para la candidata demócrata y para quienes creían en ella. Una decepción, pues, que pudo tener su origen en la seguridad y tal vez arrogancia que ella misma ofrecía. Lo de Trump, sigo sin entenderlo.
Una sorpresa de esta índole tendría que ser tenida en cuenta por todas aquellas candidatas o aquellos candidatos que siguen pensando en la fuerza de su electorado por cualquiera de los condicionantes que sus asesores no saben entender. Craso error de quien sigue pensando que “le toca”, o sea, que todavía no ha pasado su tiempo, cuando el barco de su gestión empieza a tener tantas vías de agua que la tripulación no sabe o no puede contener. Como reconoce el protagonista del narrador argentino: “Ha sido tanta mi negligencia que ahora no sé a qué atribuir estas sorpresas: a errores de cálculo o a una pérdida transitoria de regularidad en las grandes mareas”. Porque los factores que producen las sorpresas pueden ser por desconocimiento de la realidad o por efectos externos inmediatos difíciles de prever. Tal vez por eso, seguimos adictos a los sobresaltos, aunque durante un tiempo puedan doler. Es lo que tiene la tentación de la dopamina: ¡engancha! Cuidado con las adicciones, no siempre son fáciles de contener y acabamos mintiéndonos a nosotros mismos. ¡Palabra de adicto a la sorpresa!
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