Hubo un tiempo, seguramente lo recordarán, en que no había campaña electoral que se preciase, campaña más o menos cercana, en la que la imagen más buscada por los candidatos no fuese la de fotografiarse cerca de un niño o de una niña, a ser posible tomándolo en brazos. Muchas veces, y no es difícil de adivinar, eran escenas preparadas, buscadas por quienes se encargaban de esas cosas, en la creencia de que eso mejoraba la imagen del candidato y daría sensación de mayor cercanía, de humanidad, de familiaridad, esos intangibles que tanto echamos en falta hoy en día tantas veces en el mundo de la política.
He de decir que aquellas imágenes me producían un cierto desasosiego y que casi siempre me parecían, por decirlo claramente, de una cierta obscenidad y de una cierta impostura. Es más, nunca entendí del todo aquella insistencia, casi enfermiza, en utilizar la inocencia y la imagen de un infante como señal de cercanía, de querer mostrar que se estaba a ras de tierra.
Y como el tiempo no siempre mejora las cosas –a veces incluso sucede justo al revés– vemos que el gran cambiazo, la gran novedad, es que en muchas ocasiones donde antes había un niño ahora vemos campo, campiña, toda una granja por decorado, más o menos al estilo de aquella extraña y casi icónica imagen del líder del PP, Pablo Casado, en las elecciones catalanas de hace justo un año, donde pudimos verle incluso tomando en brazos a un “infante” de cerdo, un lechón.

Así que en estos tiempos tan extraños en política, pero no solo, tiempo en el que vamos deslizándonos suave y peligrosamente por esa pendiente líquida y difusa donde la verdad y las certezas escasean, vamos observando que llegados a campañas electorales, como ha sucedido estas últimas semanas, quizás una de las imágenes más buscadas es la del político urbanita, de ciudad-ciudad, que se acerca al campo con el solo objeto de fotografiarse con lo primero que por allí encuentra.
En este denodado esfuerzo por acercar el mensaje, bien les vale a algunos una granja de vacas o cerdos mismamente, una plantación de remolachas, subirse a un tractor, o cualquier otra escena campestre que haga pensar que a ellos, gentes que nunca antes se les vio especial preocupación por esta parte de la sociedad, entienden y les preocupa el campo. Eso sí, siempre rodeados de cámaras de TV y de micros para inmortalizar el glorioso momento en que el candidato se atreve a pisar la mierda del campo, porque en el campo, entre otras muchas cosas, sigue habiendo mucha mierda.

No sé muy bien porqué –o quizás sí– los responsables de imagen de esta nueva hornada de políticos piensan que eso vende. Que ver a sus líderes rodeados de vacas, de hortalizas, subidos a un tractor, haciendo como que vendimian sin tener repajolera idea de qué es eso de vendimiar, es una buena idea. Sin embargo, a uno dichas imágenes casi siempre le recuerdan a esas otras escenas bucólicas a las que tantas veces ha recurrido el cine de época, esos fotogramas entre ridículos y naif, donde la aristocracia y advenedizos organizaban sus pícnic para pasar unas horas en el campo y en donde casi nunca podía faltar el juego de tazas de té de porcelana china.
Luego, claro, están esas otras imágenes que no son de campo pero tienen el mismo hedor de oportunismo y populismo que aquellas otras que citamos antes. Ahí, sin ir más lejos, tenemos las muy recientes de la ministra de Economía, Nadia Calviño, a las puertas de su ministerio buscando la foto, haciéndose la encontradiza con Carlos San Juan –¡qué ganas tenía de conocerte!–, el jubilado que está sacando los colores a la banca, pero también al gobierno, por su pésimo trato y su peor servicio a sus clientes, y, ¡ojo!, no solo a los mayores.
¿Cómo puede una ministra –me pregunto– que forma parte de un gobierno que no ha cumplido con su trabajo de meter en cintura a los bancos, de legislar para que la situación no haya llegado al despropósito en el que ahora estamos, bajar al terreno de la protesta, y prometer humo y alharacas sin que se le caiga la cara de vergüenza? ¿Pensará, en palabras de San Juan, que somos todos tontos, o idiotas?

Así que en esta carrera de despropósitos fotográficos y tras las bochornosas imágenes de Pablo Casado chupando campo a cada dos por tres, ahí vimos el otro día a la ministra dirigiéndose a este valiente Quijote contra los molinos del dinero, con esa voz nada casual, haciéndose la encontradiza, tratándole con una sospechosa cercanía, en la puerta de su propio ministerio. Ahí estaba ella aprovechándose del instante y de la bonhomía de este médico jubilado, algo que, seguramente, no habría sucedido si no estuviesen por medio las elecciones en Castilla y León.
Son –todas ellas– imágenes que dañan, impúdicas, obscenas, que en nada favorecen el necesario trabajo e imagen de la buena política, tan necesaria, tan importante, para mejorar las condiciones de quienes aún viven en y del campo y para la regulación de un servicio esencial como el bancario, unas empresas que ganan miles de millones al año en España –20.000 solo en 2021– y que nos han cogido a todos los ciudadanos como verdaderos rehenes sin derechos.
No se puede, no se debería, ir al campo con el juego de té de porcelana china en la cesta de mimbre a ofertar soluciones si antes no se ha trabajado por mejorar las condiciones de quienes allí habitan. Hacer eso es un soez insulto a quienes allí habitan, una falta de respeto a sus desvelos, considerar que sus habitantes, también en palabras de San Juan, son unos idiotas. Como igualmente no se puede, no se debería, improvisar el “fortuito” encuentro de la ministra con el propio Carlos San Juan cuando antes se ha permitido mirando hacia otro lado la degradación hasta límites insoportables de un servicio esencial y del que los ciudadanos no podemos huir, tal y como es hoy en día el servicio bancario.

La verdad, vista la deriva que algunas cosas de la política están adquiriendo últimamente, observando el populismo emergente por todos lados y la búsqueda incesante del momentum sin tener en cuenta las víctimas, y viendo de cerca la caradura de algunos para defender causas en campaña que tardan en olvidarlas justo el tiempo que tarda en acabar la propia campaña, casi prefiere uno aquellas otras imágenes de los políticos abrazando niños.
Comparado con lo de ahora, ciertamente, todo aquello tenía un aroma un tanto infantil, era casi un juego de niños, más ante esta repentina, falsaria y ridícula reactualización de la novela que el gran escritor vallisoletano Miguel Delibes publicara ya en 1978, El disputado voto del Sr. Cayo, muchas de cuyas páginas resuenan como dardos en las falsarias alforjas de esta nueva forma de hacer política.
Visitor Rating: 5 Stars