Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Narrativa

Zihuatanejo

Playa de la Ropa, en Zihuatanejo. Fotografía de Wiper México (Fuente: Wikimedia).

Nací —según consta en la partida de nacimiento— un 20 de abril del ochenta y no tengo ninguna duda de su veracidad, tampoco ninguna prueba. Después de todo, yo no estaba allí; es decir: sí estaba, si nos ceñimos a los hechos, pero —como todo el mundo sabe— no podría dar fe de ello, o sea, que el ser testigo de mi propio nacimiento no serviría en ningún caso de acreditación del mismo.

Mi nombre no es que importe demasiado en todo este asunto que pretendo desvelar casi de inmediato, porque no me queda demasiado tiempo de vida: Parker, como los bolígrafos, como el excelente músico Alan Parker. Olegario Además Parker. Un nombre que me marcó casi desde la guardería; y no digo desde la primera guardería en España, que se remonta a 1872 en Madrid y cuyo nombre fue El Asilo de las Lavanderas. Si yo viniera de aquella época sería, sin ningún objeto de discusión, una especie de vampiro, un hombre que hizo la venta de su temprana alma al diablo, una especie de Fausto o Dorian Grey, y no tengo ninguna duda de ello y, a fecha de hoy, tampoco ninguna prueba.

—Además, sal a la pizarra, —decía el profesor, mientras mis excelentes compañeros se partían el culo, la caja, casi todos los días excepto sábados y domingos.

Algo en mi interior fue creciendo, y un día, un lunes, me atropelló de sopetón y a toda velocidad la pereza. En aquella época frisaba los dieciocho años y la posibilidad de entrar en la Universidad de Alicante para hacer la carrera de Turismo, que era a priori lo que me gustaba. Mis padres empezaban los tramites del divorcio; además, los cercanos años de la pubertad me habían dejado una especie de picahielo por toda la cara y ese completo cocktail casi Molotov me lanzó al fondo del abismo, al fondo del ostracismo y, con ello, a la pereza manifiesta de intentar al menos dar un paso.

El otoño fue fagocitado por un invierno casi primaveral. Abandoné las ganas de estudiar y apenas salía de mi pequeña y escuálida habitación. La ropa por el suelo, a veces sucia a veces limpia, el suelo también. Montañas de clínex y papel higiénico campaban a sus anchas entre el baño y mi cama de noventa, en la que era casi imposible dormir de una pieza. Pero, como ya he dicho, eran malos tiempos para la lírica. Mis padres seguían tirándose los trastos a la cabeza y se pasaban días sin aparecer por casa.

Un día, sin darme apenas cuenta, llegó la primavera. Quizá algún rayo de sol me hizo salir de mi escondite. Me duché a regañadientes, porque me encontraba muy cómodo con esa especie de segunda piel que formaba ya parte de mí. Pero me duché por pura necesidad. La alacena y la nevera se habían quedado como elementos de decoración, y aprovechando la paga mensual que me ingresaban mis queridos padres, Olegario y Ramona, me enfundé unos vaqueros que encontré por ahí, una camiseta negra y zapatillas a juego, y salí al tempero de la calle a bregar con la vida después de tantos meses de abandono y desidia.

Pero «las cosas cambian», que cantara Europe con esa preciosa música y canción, Carrie.

Imagen generada con ChatGPT.

Fui a la panadería de Tony, un viejo amigo de instituto que cambió muy pronto los libros por un horno, un obrador, un modesto negocio donde poder ganarse la vida, porque sin tener todavía veinte ya era padre de dos niñas. Lo saludé al entrar, pero, como es lógico, él seguía atendiendo a la clientela que a determinadas horas se aglutinaba formando pequeñas colas que la gente aprovechaba para hablar de esto y de lo otro, sin grandes esperanzas de casi nada. Pero de repente ocurrió algo maravilloso. Como recién llegada del cielo, se colocó en la cola, junto a mí, Susana. Su belleza iluminó tanto aquel pedazo de calle que las gafas de sol que acostumbro a llevar no impidieron cegar mis ojos. Fue tanta la atracción que a la media hora hacia el check in en el hotel Gran Sol Meliá. Fueron realmente dos días y tres noches sin tregua. Todo era follar y follar. Pasado ese tiempo Susana tuvo que volver al cielo, era azafata de la compañía aérea British Airways.

Mis padres, más ausentes que los cuerpos de seguridad del Estado, más ausentes que esas ONGs que no paran de sacar pecho y pedir —y a buen seguro las encontraremos en las calles alicantinas en su particular campaña navideña, sin el menor de los escrúpulos, sin conciencia, sin moral, sin ética—; mis padres, más ausentes, en definitiva, que los políticos como Mazón o Sánchez en la dana de Valencia 2024.

Pero volvamos con Susana. Me enganché a ella como los vagones de un tren a la locomotora, como la gente lo hace con una bolsa de pipas, una docena de churros, un buffet libre o una barra. Me enganché de tal forma que cada semana, cuando le tocaba pasar una o dos noches en Alicante, todo era recorrer cada milímetro de su cuerpo como si de un buscador de tesoros se tratara. Todo iba miel sobre hojuelas, hasta que en una de esas citas me propuso trabajar con ella como camello. Estaba tan enganchado a su droga que le dije que sí a todo. Durante algún tiempo —no estoy seguro de ello, quizá siete meses y cuatro días—, yo viajaba en el avión con ella y, al llegar a destino, me ocupaba de distribuir la mercancía en lugares claramente establecidos pocos minutos antes para evitar que la pasma, los maderos, la poli, pudiera localizarnos. Lo cierto es que las bolsas repletas de euros me llegaron a obsesionar. Quería más y más. Deseaba a toda costa montañas de nieve, de pasta, de poder, algo así como el personaje interpretado por Al Pacino en El precio del poder. Me veía, como digo, casi como Tony Montana. Invencible y con el mundo a mis pies.

Sin embargo, en uno de esos vuelos al aeropuerto de El Dorado, en Bogotá, al pasar por el control me llevaron a una habitación, abrieron la maleta y encontraron gran cantidad de cocaína y heroína. Alguien sin duda me tendió una trampa, una emboscada, y fui encarcelado en una prisión que haría vomitar a un cerdo.

Susana se desvaneció como una capa de niebla, como una torre de humo tragada por una tormenta, como una gigantesca huella de dinosaurio que parecía casi eterna. Las cárceles por aquellos lares no solo te privan de libertad; no solo se trata de ajustar la balanza con la sociedad, con la justicia. Se trata de morir lentamente. Un día tienes el VHB y otro el virus del VIH, y lo siguiente es acabar sencillamente muerto.

Sin embargo, recuerde, apreciado lector, que yo contraje un pacto con el diablo y escapé de allí al más puro estilo Andy Dufresne en Cadena perpetua. Si queréis saber algo más de esta historia, de mí, solo tenéis que ir a Zihuatanejo.


Pablo Guillén

Pablo Guillén empezó a escribir hace algunos años. Un poco para escapar de la rutina de un trabajo que sólo le aportaba un salario. Nada más. Publicó durante algunos años artículos de opinión en un diario local y también participó en algunos encuentros literarios concursando y formando parte en distintas publicaciones.
Tiene tres libros de relatos publicados: “Sombras de luz y niebla”, “Reflejos frente al espejo” y “Lanzarse al vacío y otros relatos”.
Además, tiene el cajón repleto de historias que empujan cada día por nacer, pero la situación actual no es la mejor y como todo el mundo sabe, el dinero no crece por más que riegues esa jodida planta.
Actualmente está inmerso en un nuevo trabajo, sin duda más ambicioso y extenso: su primera novela, aunque declara sin tapujos que se mueve mejor en el mundo de los relatos y puede que le pase un poco como a Oscar Wilde, que sólo escribió una novela, “El retrato de Dorian Gray”.

Comentar

Click here to post a comment