Vivo de alquiler en un sombrío apartamento con la compañía de mi fiel máquina de escribir Olivetti. Soy escritor de guiones de cine, aunque llevo varias semanas en el dique seco y la Paramount no cesa de llamar a un teléfono que ya no tiene utilidad, las deudas se me amontonan como la arena del mar, y los acreedores de mi viejo Cadillac no duermen sino en la puerta de mi escuálido y frío refugio.
Con estos mimbres es de vital importancia que fumigue cuanto hay a mi alrededor e intente forjar un nuevo destino. Para ello tengo que esquivar a los perros de presa que husmean los zócalos de la calle vecina. Se me ocurre alterar la tranquilidad de los inquilinos de este inmueble, simulando un incendio y con el alboroto sin duda podré escapar. Con la cortina de denso humo como velo, arranco mi Cadillac y conduzco por Sunset Boulevard apretando las espuelas. Sin embargo, el espejo retrovisor delata mi exigua suerte, dos coches de policía junto con los sabuesos casi acarician el tubo de escape que ruge su ocaso. Pero en un desvío por obras consigo esconderme entre preciosos y grandes abetos, pórtico de una mansión que parecía anclada en los primeros compases del siglo XX. Escondo mi coche en el garaje solitario, sólo habitado por un Chevrolet Sport. La piscina de verde agua, pintura inequívoca del abandono que invitó al tiempo pasado y que así acuna la entrada pálida, triste augurio de interiores marchitos que viven su decadencia en blanco y negro. De repente, un mayordomo inexpresivo me llama sin cesar, como si estuviera esperando mi llegada.
La burbuja del tiempo también había atrapado en cierto modo a los dos únicos habitantes del lugar, el mayordomo al que ya os he presentado, y el Sr. Thomas; él me recibió en su despacho de silencio y sus vitrinas de recuerdos desgastados, su mirada vacía, su rostro impenetrable, parecía buscar su eslabón entre ayer y hoy, y o mucho me equivocaba o yo era la respuesta a su latente agonía.
—Señor Smith, no tengo demasiado tiempo ya, de modo que voy a ir al grano. Creo que el azar de la vida, que juega un papel importante en nuestro destino, le ha traído hasta aquí y, por lo tanto, es a usted a quien le voy a encomendar mis tres últimos deseos.

—Disculpe Sr. Thomas —balbuceé— yo solo necesito un lugar para esconderme, dos a lo sumo tres días y 300 dólares para viajar.
—Apenas había terminado cuando se levantó de su sillón negro y con una gran contundencia me dijo:
—Ése es uno de los grandes problemas del mundo.
—No comprendo nada —le dije—
—Yo, yo, yo —respondió— creemos que somos nosotros los importantes, pero nada más lejos de la realidad.
Está bien, parece que no tengo elección.
—Dígame Sr. Thomas, ¿qué tengo que hacer?
—Quiero que escriba el mejor guion de cine de todos los tiempos
—En segundo lugar, que convenza a Mr. Coppola o tal vez a Brian de Palma, para dirigir la película
—Y, por último, que toda la recaudación de la película, merchandaising, videos, música, etc., se destinen a la fundación que investiga la terrible enfermedad del Alzheimer, llamada I don’t remember myself.

—Sr. Thomas me pide una tarea ardua y con acantilados afilados como piedras erosionadas por el viento helado del norte. Además, para todo esto haría falta mucho dinero
—El dinero no es un problema, dispongo de unos 1.000 millones de dólares para sufragar todo el proceso y además 500.000 dólares para usted.
—De acuerdo con estos mimbres me pongo en marcha a escribir la mejor historia jamás contada.
Pasaban las horas y días y mi vieja máquina de escribir no descansaba ni una brizna de tiempo, se me amontonaban las ideas, las sensaciones que quería evocar; bebía de los grandes maestros del cine, Frank Capra con su bellísima película “Qué Bello es vivir” protagonizada magistralmente por James Steward, o “Doce hombres sin piedad” con el fantástico Henry Fonda, por no mencionar “Adivina quien viene esta noche a cenar”. Tenía que dibujar con palabras un mosaico de sensaciones, de emociones, que traspasaran la pantalla, y creo que lo estaba consiguiendo.
Las noches pasaban despacio por la ventana del día, ya tenía más de 500 páginas mecanografiadas, pero necesitaba un desenlace, un final acorde con la historia, pero se me ahogaban las ideas, las palabras escritas se borraban a cada tecla que pulsaba, y comenzó una espiral nebulosa de nervios.
—Sr. Thomas necesito al menos un weekend de vacaciones —le dije—
—Sr. Smith tengo las arterias seriamente dañadas por el colesterol, tengo el VIH y además ateroesclerosis múltiple, todo ello en un pack, de modo que para mí un fin de semana es media vida. Le ruego por favor que termine su guion cuando antes, y que se ultimen los preparativos para el rodaje.

—Disculpe, pero no sabía de la gravedad…
—Sr. Smith, a menudo desnudamos el alma demasiado tarde. Demasiado… y se disipó entre los viejos abetos que vestían el jardín.
Qué podía hacer sino rasgar un poco más mí aturdida por entonces cualidad de escritor de historias.
Detrás de esos viejos cristales de invernadero, transformado en taller de escritura, comenzaba a llover, el agua resbalaba por el alfeizar de las arrobiñadas ventanas, las plantas que sobrevivían respiraban el canto del agua, y la estancia permanecía translucida por los cristales empañados, de repente un tremendo rayo sesgo la vida de un precioso abeto anclado en el centro del jardín. Toda esa amalgama de situaciones hizo dilatar las pupilas de mi arte, y comencé a vomitar cataratas de palabras escritas con tanta rapidez y soltura como el propio Bukowski.
Me sentía bien por haber terminado y estaba ansioso por comunicárselo al Sr Thomas. Me extrañó no ver al mayordomo al pasar la puerta de entrada, y no ver a mi anfitrión en su despacho oval como de costumbre.
Después de buscar por todas las estancias de la casa, no encontré ni rastro de ellos. Un escalofrio escarchoso me recorría la espalda como un tenebroso augurio.
Se me ocurrió llamar a mi antiguo amigo Andy, los dos estuvimos en la guerra del Vietnam y me salvó la vida al menos en dos ocasiones. Ahora trabajaba en el registro civil del área metropolitana de la ciudad de los rascacielos, de esa urbe llamada también Gotham.
—¡Hola! Andy, buenos días, ¿cómo estás? Soy Smith, ya sabes el escritor huérfano de ideas, necesito que me compruebes en el registro a un tal Thomas que vive en el 84 de Sunset Boulevard.
—Sí, un segundo que hurgue en el archivo principal, aquí lo tengo. El Sr. Thomas falleció hace 7 años en un trágico accidente de aviación. Además, su mayordomo también pereció en el accidente. Según algunos datos confidenciales él padecía unos tremendos dolores debido a sus incurables enfermedades.

No pude sujetar el teléfono ni un segundo más, tenía el alma congelada y las paredes me miraban sigilosamente, corrí hacia el viejo Cadillac en busca de refugio y me tumbé en el asiento de atrás para tranquilizarme y tratar de buscar la conexión entre el Sr. Thomas, la Paramount, y el que les habla.
Me quedaba un as en la manga y me disponía a ponerlo sobre la mesa. Se trataba de Marilyn, una joven preciosa con cabellos dorados, una piel tan sedosa que te hacía soñar entre sus brazos. Con ella tuve sin duda mis mejores noches entre sabanas deseosas de amar hasta el amanecer. Pero todo término cuando conoció al principal accionista de la mundialmente conocida fábrica de sueños: “la Paramount Picture”.
No podía visitarla en la compañía porque todos los vigilantes de la entrada tenían órdenes concretas de no dejarme asomar la nariz por allí, tampoco podía ir a su lujosa mansión por estar completamente vigilada. Solo me alentaba una frágil posibilidad, ella era de costumbres inquebrantables y todos los jueves por la tarde le gustaba ver ponerse el sol a los pies del puente que cruza la bahía de Nueva York. Me quedaban todavía algunas horas en la hucha y me dirigí al local de Max, tiene uno de esos locales de 24 horas donde puedes comprar de todo. Por tanto, compré un precioso pañuelo de seda para Marilyn, e hice encuadernar mi historia entre tapas con imágenes de nubes llorando, y el astro rey que se esconde en el horizonte, y justo en medio el vacío.
Aparqué mi Cadillac lo bastante lejos para que no me viera, y lo bastante cerca para observarla tan bella como siempre al capricho del viento que levantaba su falda y ondulaba su cabello.
—Hola Marylin, cuánto tiempo, y sigues tan…
—Hola John, qué sorpresa, no sé nada de ti desde tu plantón aquella noche gris de primavera cuando las flores se escondían a tu paso, a tu paso embriagado de alcohol y acompañado de esas dos fulanas de la casa de citas de Rox.
—Bueno nadie es perfecto, no estoy aquí para que me destapes y reproches un oscuro pasado, sino para que me ayudes a esclarecer un asunto, al menos hazlo por los buenos momentos.
—Está bien, ¿de qué se trata?

—Necesito que busques en los archivos confidenciales que tiene tu marido en la caja fuerte de tu casa, si aparece algún socio cofundador de la empresa con el nombre de Thomas. Y que me llames al Hotel Hilton, habitación 1013; estaré esperando.
Con la mirada escondida en el ayer me alejé de ella, sin saber que todavía me amaba. Tras 72 horas interminables de espera, por fin sonó el teléfono.
— John, soy Marylin; el Sr. Thomas era el alma de la Paramount, los mejores guiones y éxitos de la compañía eran de su puño y letra, pero nunca fue reconocido por su socio — mi marido— y además tenía la intención, antes de morir, de culminar su carrera como guionista con una verdadera obra maestra, pero como sabrás el accidente…
—Muchas gracias, Marilyn, siempre estarás en mi corazón.
Nunca había creído en los fenómenos paranormales, pero tenía que cerrar todas las posibilidades. De manera que conduje a través de la séptima avenida hasta la puerta de la médium más popular de la ciudad. ”Nunca es imposible” decía el rotulo; una vez dentro la médium me explicó que en ocasiones el espíritu de un difunto se aparece cuando tiene una cosa muy importante que decir, algún proyecto que no concluyó, o abrir los ojos de un artista en estado de horas bajas.
Esta es parte de mi historia. Yo tenía muchas cosas que contar entre guiones de cine, pero carecía de autoestima, y tuvo que ser alguien del más allá quien me rescatara del fango que uno mismo se va untando por el cuerpo hasta que te hundes en el pozo del olvido.
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