El ejercicio político engancha, porque en sí es bueno; los cautivados porfían por realizar su anhelo de servir, de conseguir lo que a su criterio es lo mejor para sus convecinos, compatriotas o, quién sabe, para la humanidad entera; todo muy noble. Sin embargo, por lo común este ideal de servicio se conserva más puro cuando el político vive para la política que cuando vive de la política, o lo que es lo mismo, todo se reduce a de dónde venga su sustento y el de los suyos y las posibilidades de sucumbir a la corrupción se modulan en torno a esas dos circunstancias.
Y es que, en estos días vengo reflexionando mucho tras el caso de la chica del PP, sin oficio y pocos años, que, habiendo llegado a diputada del Congreso del Reino de España, ha tenido que dejarlo todo por aparentar lo que no es y ahora engrosa la nómina de uno de los muchos programas televisivos que se tildan de analistas de la actualidad política —a veces sí concitan a verdaderos profesionales—, pero que persiguen en el fondo confundir y aborregar audiencias al servicio de los más variados intereses, manteniendo saludable el negocio en los grandes grupos de comunicación audiovisual. Da igual su nombre, ustedes ya lo saben de sobra, pero, para nuestro desespero colectivo, podríamos reconocer éste o parecidos supuestos en demasiados protagonistas de nuestra sociedad de los últimos quince o veinte años.
Sinceramente, esta muchacha ha venido siendo beneficiaria aprovechada de las formaciones políticas que apuestan por encumbrar a una persona a donde no le correspondería si las maneras políticas fueran más honradas, por la sola circunstancia de ser joven. Ha sido una de los muchos que deciden meterse a político sin más, para medrar al amparo de la endogamia partidista tan enemiga de la meritocracia. No obstante, este caso es especialmente indignante porque, a mayor abundamiento, la interesada ha mentido sin rubor y con reincidencia, mientras que su partido se fingía desconocedor de la traición, siguiendo el ejemplo victimista y resolutivo de Pedro Sánchez —que todo se pega—; pero no se lo creen ni ellos, pues nadie medianamente diligente nombra a su cúpula directiva sin cerciorarse de su formación y méritos, y no olvidemos que esta joven ha llegado a ser vicesecretaria general de Movilización y Reto Digital del Partido Popular.

Precedentes de jóvenes muy aupados en la carrera política, eso sí con título universitario pero sin experiencia en lo suyo, los tenemos en nuestra historia democrática reciente, siendo los más escandalosos los del PSOE de Zapatero, quien ya se sabe que diseminó los polvos de los lodos que ahora nos embarran. Él hizo ministra de Sanidad, Política Social e Igualdad —ahí es nada— a la alicantina Pajín, quien entonces tenía 34 años pero era diputada del Congreso con sólo 24 —edad propicia para ser domesticada y no rechistar a un líder mediocre—, y nombrando ministra de Igualdad a la gaditana Aído, puesto al que dio el colosal salto desde la dirección de la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco con 31 primaveras. No obstante, el decano de los ministros jóvenes —tenedor de todos los récords— es Matías Rodríguez Inciarte, nombrado ministro de la presidencia de Calvo Sotelo con 29 añitos; aunque este caso no nos debe preocupar, pues ya se sabe que tal dignidad la ocupa siempre el chico de los recados del jefe —véase hoy el Sr. Bolaños— y, por añadidura, ese chico ya era a los 24 años alto funcionario del Estado y un muy prominente JASP —los de mi generación entenderán la expresión—.
De veras me perturba esta instrumentalización de la frescura de la juventud en pos del rédito político, porque los perjudicados somos todos los ciudadanos. Quien aún no ha vivido lo suficiente no conoce y mal puede gobernarnos por muy competente que con el tiempo llegue a ser; le falta perspectiva, criterio y méritos y le sobra pasión y ambición, siendo esa combinación esencialmente nefasta incluso si el gobernante tuviera la fortuna de rodearse de verdaderos tecnócratas. Bien lo supieron los romanos, quienes establecieron edades mínimas muy medidas en el cursus honorum o carrera político-funcionarial republicana.
Lo que yo critico para la acción de gobierno y parlamentaria lo extiendo también al sufragio activo y no puedo ver con peores ojos la corriente imparable de países de nuestro entorno —Alemania, Austria, Bélgica, Malta, Grecia, Reino Unido— que ya han rebajado la edad a los 16 o 17 años, por mucho que algunos lo restrinjan únicamente a los comicios europeos. Por mí, votar no se podría hasta la edad de 21 años y lo justifico doblemente: de un lado, aunque las dos se contraen a los 18 años, siempre me ha parecido de mucha más enjundia la responsabilidad moral —legal no existe— electoral in eligendo que, por ejemplo, la responsabilidad legal in contrahendo entre particulares, siendo que la primera nos repercute a todos sin excepción y la segunda suele ceñirse a la esfera de los contratantes; y, de otro lado, la manipulación ideológica que vivimos está causando estragos en los jóvenes y se nutre incesantemente de desinformación y populismo sin escrúpulos exhibido por casi toda la clase política patria. Todo me lleva a la convicción de que es necesaria bastante madurez para votar y es evidente que, por lo general, a los 18 años no se ha alcanzado.
Creo firmemente en que la acción política del gobernante ha de tener unos límites biológicos mínimos —también máximos para excluir a los seniles—; cuando Sócrates, Platón y Aristóteles coinciden en que las responsabilidades de gobierno son propias de las personas adultas sin excepción y en que es evidente que los gobernantes deben ser más viejos y más jóvenes los gobernados… yo, punto en boca. Si a lo anterior le sumo que el estado de devaluación y vulgarización en que hoy se encuentran las élites políticas es responsabilidad de los partidos políticos, y en especial de los más grandes, apaga y vámonos. No se preocupen que a lo de la noocracia y la epistocracia no me lanzo hoy; otro día.

Si no tuviéramos suficiente con los soldados de fortuna de la política que no suelen tener oficio o dedicación rentable a los que volver en caso de perder el favor de sus señoritos, reaparecen en escena aquellos cuya época pasó y fue de muy mal recuerdo. Hace muy pocos días, un espacio privado de Alicante ha puesto marco a la rentrée oficial de Francisco Camps y de Sonia Castedo; no quieren cargos, dice Castedo, sólo dinamizar el Partido Popular —que sigue siendo su partido—, mover a la militancia, volver a hacerlo grande y liderarlo, dice Camps. ¡Uff! ¡Que a Trump suena eso! Si a pesar de su currículo judicial, Trump lo ha conseguido, ¿por qué ellos no?
Para Aristóteles los principios de la política son la virtud y la justicia, y la primera sólo la alcanza el político que es virtuoso como persona. La Real Academia de la Lengua Española admite como sinónimos de virtud, honradez, integridad, decencia, moralidad, honestidad y excelencia, entre otros. Si bien miro, no les veo yo esas características a los renacidos, y muy especialmente a Camps. Es sabido que ambos políticos han sido absueltos por los Tribunales de todas las macro-causas judiciales que les involucraban en la financiación ilegal de su partido y en adjudicaciones de obra civil a cambio de dádivas; nada que reprochar por ese lado. Pero, también conocemos todos que, durante el mandato de Camps —como máximo responsable de la Comunidad Valenciana— en la conocida como rama valenciana de la causa Gürtel han sido condenados algunos de sus colaboradores más estrechos y altos cargos de la Comunidad por falsedad documental, por cohecho, por delitos contra la hacienda pública y por delitos electorales —las campañas de 2007 se financiaron ilegalmente—; la misma suerte para la exalcaldesa, ella absuelta y en su entorno varios condenados. No obstante lo anterior, ser protagonista —aún indirecto— del tiempo más corrupto del territorio que diriges, haber liderado a quienes se caracterizaron por su falta de virtud y gobernaron a tu sombra, resta legitimación, y mucha, a quien, pasado todo, quiere ahora presentarse como virtuoso. Hay que saber irse; para no volver.
El más difícil todavía en los tiempos que corren es devolver la credibilidad a la clase política; bien merecido lo tiene la mayoría de quienes la integran, pero las honrosas excepciones —que siempre las hay— no insuflan al ciudadano el ánimo suficiente para creer. Ya no pueden persuadirnos, ya no más ethos aristotélico en sus tres dimensiones: competencia, fiabilidad y dinamismo. Todo tan nuevo y tan antiguo.
Me parece excelente esta lección, admirada profesora. Un cordial saludo.
Muchas gracias Ramón. Para tí… Isabel («profesora» es para los alumnos). Aprecio mucho tu criterio, porque tus artículos lo tienen.