Los Juegos Olímpicos acaban de concluir y la polémica sobre algunos pasajes de la ceremonia de inauguración persiste, aunque hay una cierta coincidencia en elogiar globalmente el espectáculo de los organizadores, con el director artístico, Thomas Jolly, a la cabeza y medio-disculpándose por haber podido herir la sensibilidad de quienes se sienten ofendidos (yo entre ellos) por la burla evidente que protagonizaron con la escenificación LGTBI de La Última Cena de Leonardo da Vinci. Ni las palabras de Jolly, ni las de la portavoz de París 24, Anne Deschamps (“Está claro que no hubo intención de faltar al respeto a ningún grupo religioso”) pueden borrar la performance del escarnio.
Hubo burla y escarnio, aunque lo nieguen o lo quieran justificar algunos apoyándose en el ejercicio de la libertad de expresión. Es el caso de la diputada autonómica alicantina Josefina Bueno, que titulaba un artículo en el diario Información así: “Ni misógina, ni anticlerical: París arriesgó y ganó”. Lo de la misoginia tiene que ver con las críticas que se han hecho al homenaje de Jolly y sus colaboradores a la Revolución Francesa de 1789 presentando a la reina María Antonieta bellamente ataviada, decapitada y sosteniendo la cabeza con sus manos. Podían Jolly y los suyos haber sacado la figura de Luis XVI decapitado igualmente por unos revolucionarios que, divididos entre jacobinos y girondinos, tuvieron sus más y sus menos y muchos acabaron también guillotinados, como Danton, Saint-Just y Robespierre. Lo de la decapitada María Antonieta puede que no sea misoginia, pero da una versión miope de un terremoto político con grandes luces y muchas sombras y que tuvo gran influencia en Francia, en Europa y en el mundo. Lo innegable es que se cortaron miles y miles de cabezas en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad. ¡Agárrame esa mosca por el rabo! Porque inmediatamente después de la Revolución vinieron Napoleón y otros varios monarcas hasta que llegó el último, Napoleón III, sobrino del primero, que se proclamó emperador y casó con la española María Eugenia de Montijo, tras haber presidido la II República (sic) y dar paso a la tercera dimitiendo y huyendo a Inglaterra en 1873.
La performance sobre La Última Cena no tiene justificación alguna porque no encaja con el argumento general de mostrar en la ceremonia la cultura e historia de Francia. Parece clara la nula relación entre la famosa pintura de Leonardo con la nación francesa. Y, en todo caso, no comparto con Josefina Bueno estas palabras: “¿Qué nos ha quedado para que, a las pocas horas de la transmisión, hordas de personas furibundas e indignadas aludan a la mofa de la religión católica? ¿Qué ha pasado para que, en lugar de ver una bacanal, la religión haya entrado de lleno en nuestro imaginario a modo de escándalo y censura? No hemos aprendido nada del fanatismo de las religiones que, a lo largo de la historia de la Humanidad, han hecho derramar tanta sangre… ¿Qué contestar a un hombre que reconoce amar a Dios sobre los hombres y que, por consiguiente espera merecer el cielo degollándote? Y aunque fuese una parodia de La última cena como ha ocurrido a lo largo de la historia del arte con innumerables ejemplos, ¿dónde queda el derecho a la parodia? La libertad de expresión en el arte es sagrada, nunca mejor dicho y, como creyente, yo la reivindico”.
Yo, también como creyente (y aunque no lo fuera), reivindico la libertad, en el arte y en todas las actividades humanas. Pero sostengo, con el aval de numerosos juristas, pensadores de todos los tiempos y un batallón de gente del pueblo llano, que la libertad de expresión tiene uno de sus límites en el respeto a los demás. Y no confunda usted, estimada profesora y diputada, el fanatismo criminal de un islamita tarado con el cristianismo de un Jesús que murió crucificado y pidiendo a sus seguidores, usted —que ha escrito un artículo formalmente perfecto— y yo, que amemos a los demás como Él nos amó, hasta la muerte, pero no guillotinados a ser posible.
Posdata: Cèline Dion y Edith Piaf con sabor alicantino
Edith Piaf sí es francesa, sí es genial, sí fue elegida certeramente para cerrar la ceremonia con su Himno al amor, cantado por ese otro monstruo de la canción que es la inconmensurable Cèline Dion. Lo que posiblemente ignore mucha gente es que ese himno amoroso tiene sabor alicantino, porque Edith lo creó y lo dedicó a quien fue su gran amor, el famoso boxeador de raíces alicantinas Marcel Cerdán, tras fallecer en accidente de avión cuando volaba de París a Nueva York para intentar recuperar el trono mundial del peso medio. Era el 27 de octubre de 1949. Los dos tenían 33 años. El ‘himno’ fue “un canto al dolor de lo perdido y a la extraordinaria pasión de lo vivido”, dice un biógrafo de la Piaf que asegura que esa pérdida hizo estragos en la cantante. Ella moría en 1963 con 47 años consumida por insuficiencia renal y muy dañado su organismo en general por el largo consumo de barbitúricos y alcohol.

Cerdán había nacido en Argelia y era nieto de unos emigrantes, sus abuelos paternos, él de Aspe y ella de Abanilla. Familiares de Cerdán regentaron un bar en la Plaza de Gabriel Miró de Alicante hace unos años. Y presumían, con razón, del parentesco.












Igualdad siempre
sin discriminación…
y canciones
de amor
en libertad…
Feliz día cada día
Gracias,
Don Ramón Gómez
Carrión…
Articulazo, siempre sabio don Ramón.
Un abrazo.