La noche se duerme a la luz pálida de una vela. Me apoyo en la jamba de la puerta y miro, escudriño las estrellas, siempre fugaces y siempre luchando por ocupar al menos un instante en la inmensidad del cosmos.
La noche se abriga con las mantas del amor. De la amistad, de un café bien cargado de nostalgia y unas magdalenas mojadas en las sempiternas lágrimas.
La noche se quita la ropa, se desnuda, se queda sin nada que la cubra. Te seduce con esos ojos tan azules como los fiordos noruegos.
La noche se ríe a carcajadas del gran circo del día. De las prisas de mierda, de las horas tan cortas y los relojes de muñeca cada vez más grandes. Se ríe de las colas del súper, de las caravanas de coches, de ir a 150 para arañar a la muerte por unos jodidos segundos.
La noche es la dueña de la fiesta. Gente buscando respuestas entre focos y música, entre cine y confetis, entre la madrugada y la realidad.
La noche tiene el turno fijo y no lo cambia ni un ápice de sitio.
La noche se mete en la cama contigo y hacéis el amor con el Kamasutra abierto por todas las páginas para que sea más fácil elegir.
La noche cierra con llave y te quedas sin las claves de internet, sin las claves de cómo ponerte un té con limón, o de cómo pasa la vida sin darte ni pajolera cuenta.
Por lo demás, todo bien.












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