Manuel Mira Candel ha cumplido 80 años y lo ha hecho en una noche mágica para el recuerdo.
Fui yo quien la vio primero. Era la sortija de mi madre, esa alegría sencilla que custodiaba los destellos de una vida familiar antigua y fértil. La llevaba puesta mi hermana María Pura. Se acercó mientras yo reposaba, vencido por ese cansancio sordo que solo conoce la madrugada y el dolor: el cuello me pesaba como una culpa remota y, sin embargo, bastó la luz temblorosa de esa sortija —herencia tangible de días irrepetibles— para que la figura de mi madre se alzara, discreta y poderosa, sobre nuestras sombras.
María Pura, con la humildad de los gestos sinceros, ––la carita de doña Carmen, la que llama a sus hijos, mis seis goticas de agua, que recordó mi querido Juan, Juanito, don Juan–– me mostró su mano: “Me la he puesto”, susurró. En su voz cabía la ternura de todas nuestras tardes, la firmeza de los inviernos compartidos. En ese instante comprendí que la sortija no era solo un recuerdo, sino también un amuleto, un talismán viviente; protector frente a la debilidad, escudo mudo contra las derrotas cotidianas que uno arrastra consigo. Carmen, mi hermana; recordé a Marisol. Su mirada de Virginia Wolf.
Estaba con las fuerzas justas, aún convaleciente de ese mal que prefiero no nombrar —no vaya a ser que escuche y regrese—. Pero sentí, de súbito, una energía inesperada. No era mía; era herencia y promesa: mi madre acompañándonos desde la memoria, desde la fe callada de quienes amamos en silencio. Supe, entonces, que debía resistir, que la noche me guardaba no con exigencias, sino con regalos. Y lo fue. Me encontré con las mejores voluntades, con corazones abiertos al reencuentro. Los amigos —esos antiguos viajeros de la ternura— estaban allí para recordarme, sin palabras, que la vida, en sus instantes verdaderos, sabe ser milagro.
Pero aquella noche tuvo una protagonista. Isabel. Ella la hizo posible. Mi novia desde hace cincuenta y seis años, mi mujer desde hace ya casi una vida. Isabel, que orquestó en sombras esta ceremonia de afecto, tejió para mí una fiesta secreta. Yo ignoraba cuanto iba a suceder; fue como abrir una caja de sorprendentes y luminosas improvisaciones: estrellas desconocidas, sonrisas envueltas en asombro, abrazos largamente soñados y ese afecto inesperado que desarma cualquier defensa y me dejó colmado de alegría.
Ahora escribo esto mientras la luz perezosa del día asoma por las ventanas: he dormido poco, me acosté pasadas las cuatro de la madrugada. No he desayunado. Sin embargo, mi espíritu sigue en vigilia, todavía pleno de gratitud y asombro. La sortija de mi madre revivió en mí un pulso que creía dormido. Pero fue el calor, la humanidad, la risa y el sentimiento de tantos amigos y familiares los que me devolvieron la dicha de vivir: se reunieron todos para desearme, en mis ochenta años, salud, fuerza, palabras, futuro. Me cautivaron sus regalos, sí, pero, sobre todo, me cautivó su presencia.
Nadie imagina cuánta energía cabe en una mirada, cuánto fervor humilde hay en un gesto, cuánto consuelo silencioso deposita el amor en los hombros cansados de un hombre. No quiero ponerme sentimental —quisiera mantenerme sobrio en la gratitud—, pero dudo poder evitarlo. Porque, en medio de tanta vida, también recordé a los amigos ausentes, a los que no llegaron a esta cita y cuya sombra honró, en silencio, el calor de la fiesta.
Estaban todos los que tenían que estar. Uno a uno, como eslabones de la vida, fueron llegando y tomando asiento en mi memoria y en mi dicha.
Estaban mis amigos de siempre, los de Elda: José María, Pilar, Luisa, Marifé, Enrique, Carmen, Isabelita. Amistades hechas de tiempo y lealtad, de tardes compartidas y heridas bien curadas.
Estaban mis compañeros de la prensa, los hermanos del oficio, con la presidenta de la Asociación de Periodistas, Rosalía, al frente: su voz y su anuncio me sorprendieron —la Asociación ha propuesto, nada menos, que una calle en Alicante lleve mi nombre. Lo escuché sin vanidad, como quien recibe una caricia del destino al final de una larga jornada.
No faltaron mis médicos, cómplices de esta vida prolongada, guardianes discretos de mi salud y mis esperanzas. Ellos han hecho posible que hoy agradecer pueda, escribir y celebrar. Estaban mis hermanos, y, entre ellos, Filomeno, ese hermano con quien me une algo más hondo que la propia sangre. Y vi también a su hijo, que cruzó cielos desde Turín, y a Joaquín, su pequeño, mi sobrino nieto: ambos llegaron a tiempo, trayendo con su esfuerzo la prueba más concreta del amor.
Compartí la noche con Blas y su mujer Maritere, compañeros de tantas jornadas periodísticas —y humanas— en las que a menudo nos jugamos más que una firma. Estaban mis primos, los Mira, dignos guardianes de la historia común. Y, claro, mis hijos y mis nietos, mi linaje y mi promesa. Y un hombre tan sabio, Manolo Desantes, que encuentra libros ocultos bajo la arena del desierto de la memoria.
Pero, entre todos ellos, brillaba una presencia callada y tenaz, casi oculta entre el bullicio: la sortija de mi madre. Aquella sortija, que viajaba de mano en mano y de recuerdo en recuerdo, fue mi apoyo secreto. Me dio fuerzas y, casi traicionando a mi cansancio, me permitió responder a todos y mantenerme en pie, agradecido, hasta el final de la fiesta. Y junto a esa sortija, protegiéndola, la libélula azul de mi novia eterna, Isabel, la de los milagros.
Es la una del mediodía y aún no he desayunado. Nada más levantarme he querido ponerme ante el ordenador y escribir estas palabras que me salen del corazón, como una súbita y natural
urgencia de agradecimiento hacia todos los que estuvisteis y hacia los que no pudisteis estar, pero me rondabais desde la memoria.
Quiero nombrar a quienes, de una forma u otra, llenan los intersticios de mis días: Asunción, Manresa Mira, mi Asun de siempre; Roque, Roquín, mi primo fiel; Mari Loli; Pepe Francés —que no pudo asistir porque la vida, a veces, impone otros destinos—. ¡Ah, las cartas credenciales como embajadora de la familia Manresa Mira, las de Purita, con su sonrisa y dulzura, qué embajadora del amor! Recordé a mis amigos muertos, que ya no pueden acudir, pero han comparecido tantas veces en mi vida que sus ausencias gritan más que cualquier presencia. Máximo Miralles, Emilio Obrador, Norberto, Norber, a quién dedico el último de mis libros, a punto de ser editado, y a mi queridísimo Paco Prats: Un corazón tan grande que no cabía en un cuerpo inmenso.
Llegó entonces la tarta, coronada por pequeñas esculturas: trece miniaturas, rutilantes y humildes, que representan mis trece libros publicados, mis trece joyas de papel y palabra. Fue otra de esas ideas milagrosas de esa diosa doméstica que me bendice, Isabel.

Y llegaron mis niñas, mis tres nietas. Las más hermosas, las más limpias y transparentes. Y al entrar, por un instante, recordaron quién era yo —y me lo recordaron a mí—: que soy abuelo, que soy padre, que soy ese hombre lleno de historias y de años, rodeado de amor. Entonces recuerdo a Martín, mi nieto, el gran imitador de su abuelo, que se sentó a mi lado, con ese afán de hacerse el hombre: él, que ya lo es. Tiene diez años. Le pregunté: “Martín, ¿crees que debo hablar?”. Y él, muy serio, respondió: “No lo sé”. Insistí: «No es respuesta, Martín. Por favor, dime si debo hablar». Giró la cabeza hacia mí con una gravedad antigua que no le conocía y me dijo: “Sí, habla”. Más serio que la estatua de Tutankamón.
Apenas tenía fuerzas para poder hablar y agradecer tanto cariño recibido. No solamente yo, sino también mi familia a la que adoro: mis hijos, que, como dije y corrijo con alegría, no son tres, sino seis. Recordé a Ian Peter, a Lucía, a Alex que estaba ausente. A mis queridos consuegros, que llegaron desde Roma solo para darme un abrazo. A Beatriz, ¡Oh, Beatrice!, y a Peter, uno de los hombres más honestos e íntegros que conozco.
Así que tuve que hablar al final para recordar la mirada, LA MIRADA, aquella que me encontré hace ya 57 años de mi vida, en un aeropuerto de Palma de Mallorca, cuando fui por primera vez a ver a mi novia. Coincidió con mi primer vuelo en avión. La mirada, esa mirada, que muchos años después siguió persiguiéndome por todos los lugares, persiguiéndome con su amor, con su transparencia, con su pureza, con su fuerza.
Isabel, mi novia entonces; la mujer de mi vida ahora; la madre de mis hijos, la esencia de mi felicidad. Ella es mi sortija. Y su mirada sigue siendo mi milagro. Elizabeth, Alejandro y Lorena. Nombres que resonaron en la noche como notas inevitables en mi historia. Las despedidas fueron suntuosamente amables, cada abrazo una bendición que aún hoy pesa en mi alma con la dulzura de una pluma.
Recuerdo la despedida de José María Marí, mi compañero de colegio; cuando me acarició la cara, estaba tan emocionado como yo. Nunca lo había visto así. En ese gesto iba toda una vida callada y compartida. Y los ojos vidriosos de Enrique. Las luminosas palabras de Marifé. Y a Marta, la mujer que sabe enamorar con un gesto…
Y llegó mi discurso. Recordé de nuevo aquella mirada, y ese 12 de febrero de 2003, cuando desperté de la muerte, después de que un hombre —Patricio Llamas— sostuvo mi corazón en su puño y me devolvió a la vida. Comprendí que esa mirada también era una búsqueda, una peregrinación serena y continua en busca de Dios. En un silencio sepulcral, casi sin voz, lo dije: todo amor es una oración.
En ese instante sentí a mi madre y a mis hermanos detrás de mí, como fuerzas vivas, entregándome coraje para nombrar lo que no se nombra: que el verdadero milagro no es simplemente la vida, sino aprender a vivirla con fe y gratitud. ¡Filomeno! ¡Dónde está Failo!
Carmen nos hizo la foto de nuestras manos apoyadas en un bastón. Las cuatro. Manuelito y Filomenín. Y Evelyn. ¡Alcanzaremos la luna! Y la firma de mi admiradísimo Gabriel Miró en un libro perdurable en el tiempo, por amistad y afecto, de Pepe Domingo, un atleta de la cultura, finalista en las carreras olímpicas de la generosidad, junto a Javier García, de mi Orihuelica.
Hoy, más que nunca, creo en los principios que me legaron mis padres. Me regocija pensar que, ayer, reconocí una hermosa cosecha de esos principios. Y la recogí en forma de gratitud, gracias siempre a la más rutilante de mis estrellas.
Aún me reservaba la noche una sorpresa cuando llegué a casa: la carta de mi nieta Alba, la criatura más angelical que he conocido. Me la escribió por WhatsApp, quizá desde Leiden o desde Groningen, en los Países Bajos, donde estudia. Alba tiene el don de recordar lo esencial. En su carta me contaba que, siendo niña y no pudiendo dormir una noche, entró de puntillas en mi habitación y se quedó a los pies de la cama, esperando en silencio a ver quién despertaba primero, porque no quería molestarnos. Cuando la vi, le pregunté: “¿Quieres que nos vayamos a la playa?” Y me dijo que sí.
Así que, esa madrugada de verano, caminamos juntos, ella y yo, solos por la orilla, avanzando despacio sobre la arena mojada. Éramos solo dos figuras en la inmensidad tranquila. Estoy seguro de que aquella serenidad, ese amor sencillo y ese sosiego, le quedaron impresos para siempre. Anoche lo recordaba en una carta preciosa que guardaré toda mi vida.
Pero hay algo que Alba quizá no sepa —o no recuerde—. Antes de su nacimiento, le conté a su madre, my princess Elizabeth, y a su padre, el magnífico héroe Jan Peter, que el nombre de Alba era el más hermoso. Y cuántas veces fui solo a la playa de San Juan y escribí su nombre en la arena, y fotografié esas letras temblorosas para que, cuando ella naciera, quedara grabado que su abuelo Manu había sido el primero en escribir su nombre: Alba, en la arena mojada frente al mar, mucho antes de que llegara al mundo. Gracias, Alba, por ese final de fiesta que me regalaste cuando llegué a casa y me ayudaste a recordar, una vez más, que la vida merece la pena mientras los recuerdos se concentren en esa burbuja de amor que ni la noche ni el silencio pueden romper.
Gracias a personas como tú, a mujeres como tu madre, tus abuelas, emprendo cada día con esperanza mi batalla de seguir amando para poder vivir y a seguir creyendo en la belleza de los pequeños gestos. En ti, Alba, en tu sonrisa; en la de tus primas Lucía y Aitana; en la de tus primos Martín, Leo y Marc, y muy especialmente en el gran ausente pero nunca olvidado, mi nieto Hugo —Hugo, qué grande, el jefe—, veo cómo la vida sigue encendiendo su luz. Gracias a
personas como vosotros, y a mi gran familia, a mis hermanos y grandes amigos, a mis compañeros periodistas, la vida sigue y seguirá siempre.
Ahí está el mensaje de una mujer, doña María Angustias, mi psiquiatra, la que me ayudó a salir del pozo tras la Covid, para quien, militantes ambos en la octava planta, uno es, todavía, “sexy”.
Vosotros sois los testigos principales de mi historia, los que llevaréis adelante el mensaje de mi amor, el recuerdo imborrable de una noche mágica. Noche que fue posible gracias al milagro de mi diosa Isabel y al anillo de mi madre, que sigue uniendo generaciones con su eterno destello.
A todos, mi abrazo y mi eterna gratitud.
MANUEL MIRA CANDEL , vuestro Manu, con 80 tacos.
Cuando imprimas esta hermosa crónica festiva de tus 80 años en papel (me encanta el olor del papel y la tinta), quiero un ejemplar para el lugar más destacado de mi biblioteca… junto a otros muchos de tus libros. Un abrazo grande para ti, Giordano Mira, y para la Reina (también tu diosa) Isabel. Un fuerte abrazo.
Cuando descubras, estoy seguro de ello, en tu gran corazón un nuevo sentimiento relacionado con la amistad, la generosidad y el amor, por favor, amigo, dímelo para poder compartirlo.
¡Menudo desafío, mi queridísimo amigo!