Cuando por fin pude llegar a casa encontré a mis hijos tomando el sol, en medio del campo, jugando al Monopoly en una mesa de playa. El pequeño tocaba mal una guitarra pequeña y el sol pegaba fuerte. La novia del mediano jugaba también con ellos y ya habían comido. Me ayudaron a arreglar una fuga de agua que había en el sótano, ¡el colmo!
La tarde fue divertida, hicimos hogueras en la finca con pinocha y restos de poda. Paseamos a Yoda, el perro jedi de la casa, y nos pusimos a limpiar el jardín. Quitaron la raíz de un árbol de la buena sombra que había caído; se quemaron con el sol y quedaron como guiris recién llegados a Benidorm. Salimos a la aventura de conseguir pilas gordas para oír la radio pillando las últimas del chino-argentino de Santa Faz (Faz divina, ¡misericordia!).
Las noticias de la radio nos calmaron y nos cercioramos de lo ya sabido: no han encontrado culpables, por lo tanto, son inocentes pero en búsqueda de excusas que, indefectiblemente, echarán «brossa» a las empresas privadas. Lo habitual, nos siguen considerando a todos tontos del culo. Y lo debemos ser.
Con la noche encendimos velas, comentamos que la gente hizo lo que se hace en estos casos: ir a Mercadona, que se quedó sin agua, patatas, papel de wc (¡qué obsesión!) y latas de conservas. El debate subió de nivel al comprobar cómo en los colegios, instis, unis, etc., no nos dicen qué hacer en caso de emergencias. Somos así, «listérrimos».
Nos pusimos a cantar, cada uno elegía una canción pero no salió muy bien, no afinábamos. A las 22 h., más o menos, volvió la inesperada luz y aplaudimos irónicamente al Gobierno y entonamos el «cómo no te voy a querer». Reflexionamos sobre lo que hubiera supuesto este apagón el sábado a la hora de la final de copa. Y es que tienen la suerte pegada al culo.
Lo pasamos bien y el mayor dijo que había sido uno de los mejores días de su vida. Aunque pensando en todos los que se vieron en problemas, la verdad es que dan ganas de huir. Pero, ¿a dónde? Me vino el recuerdo de la pandemia que fue, por muchas cosas, una lección de vida. De lo mejor fue eso de ver la vida salvaje y los animales en paz, paciendo sentados en los campos sin la presión humana, y no aprendimos a darles un mes, marzo por ejemplo, de moratoria total.
Ahora tampoco vamos a aprender a volver a vivir sin móvil, sin pantallas, sin portátiles; propongo, sin esperanza ninguna, los fines de semana olvidarlos, desconectarlos, inutilizarlos, para volver a ver gente jugando en la calle, hablar con nuestros hijos, padres, abuelos, nietos, en directo presencial (ver «Adolescencia»), sin comprar más que dando un paseo por los comercios de tu calle, pueblo, ciudad… Es decir, aprender algo de la experiencia vivida, algo más que comprar papel higiénico ante las dificultades. Empiezo a pensar que será, además de para su noble oficio, para secarnos las lágrimas de nuestras desgracias preapocalípticas…
Haciendo amigos.












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