Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

La impotencia de las víctimas de abusos sexuales: el caso Epstein

Jeffrey Epstein en una fotografía policial de 2006 tras haber solicitado una prostituta. Fotografía del Departamento del Sheriff del condado de Palm Beach (Fuente: Wikimedia).

En los últimos días ha vuelto a escena pública uno de los escándalos de mayor impacto por lo sistemático y desvergonzado: el del financiero estadounidense Jeffrey Epstein, cuyo legado de abusos sexuales, violación de menores y tráfico sexual se encuentra ahora más al descubierto tras la firma de la ley de desclasificación de sus documentos por parte de Donald Trump, obligado a llevarlo a cabo por la presión social que estaba recibiendo. El magnate finanaciero estadounidense se había suicidado en el Centro Correccional Metropolitano de Nueva york en 2019 donde esperaba su juicio. Esa luz pública sobre lo ocurrido en EE.UU. sirve como espejo para muchas víctimas, hombres y mujeres, niños y adultos, que llevan décadas reclamando que se reconozca el delito sufrido. Porque el combate judicial, social y psicológico es muchas veces cuesta arriba para estas víctimas.

Cuando una persona, ya sea niño, niña o adulto, es víctima de un abuso sexual, el primer escollo es reconocer que lo sucedido fue un delito. En la infancia, el agresor suele ocupar una posición de poder o confianza: un adulto sobre un menor. Como apuntaba en un artículo reciente publicado en Alicante Plaza, el afectado puede interpretar la situación como especial, recibir regalos o atenciones, o pensar que “algo malo está pasando, pero yo no lo he provocado”. Esa confusión inicial puede impedir que haya denuncia o, siquiera, comprensión de lo ocurrido. El silencio extiende su poder en la consciencia del menor. En el caso de Epstein, las víctimas esperaron años para que se hiciera pública la magnitud del entramado. La nueva ley que ordena la liberación de los archivos relativos al caso (la «Epstein Files Transparency Act») abrirá documentos hasta ahora ocultos.  Esa dilación ilustra bien lo difícil que es para las víctimas hacer valer sus derechos: quizá estaban siendo manipuladas, quizá sentían vergüenza, quizá vieron que su entorno no creía lo que contaban.

En nuestro país, la situación judicial tampoco garantiza el reconocimiento ni la reparación. El sistema puede hacerse muy, muy largo; conseguir que el victimario sea juzgado se vuelve complejo y, en muchos casos, la denuncia llega cuando el agresor ya ha escapado a la prescripción. Aquí conviene recordar lo que señala la legislación española: según expertos, “cuando la víctima fuera menor de edad, los términos de la prescripción no empiezan a correr hasta que la víctima cumpla 35 años”.  Además, dependiendo de la gravedad del delito, los plazos son de 5, 10, 15 o 20 años. Ese retraso institucionalizado demuestra lo difícil que resulta para muchas personas acceder a la justicia. Además, incluso cuando se abre el proceso, la víctima se encuentra sola frente al agresor o frente a las instituciones. Las escenas de revictimización, de declaración en varias fases, de pergaminos que se pierden, de pruebas que no se recogen, son el pan de cada día.

El daño psicológico de un abuso sexual no es algo que se borre con el tiempo o con una sentencia, incluso cuando esta llega. Según algunos expertos, el abuso sexual en la infancia “interfiere en el adecuado desarrollo de la víctima” y produce consecuencias en múltiples áreas: emotivas, relacionales, funcionales y sexuales. El abuso en la infancia incrementa el riesgo de sufrir más agresiones en la adultez, de desarrollar cuadros de ansiedad, depresión, trastorno de estrés postraumático (TEPT), adicciones o intentos de suicidio. Cuando el agresor es un adulto y la víctima un niño o una niña, el vínculo se complica. Así, la sexualidad, las relaciones afectivas, la autoestima, pueden quedar marcadas: o una persona se hunde en el aislamiento, o busca “salvar” o “ser salvada”, reproduce dinámicas de víctima/agresor, o evita el cuerpo como algo propio.

Volviendo al caso Epstein: la firma por Donald Trump de la ley que obliga a liberar los archivos confidenciales del caso marca un hito. En EE.UU., la aprobación fue casi unánime (427 votos a favor en la Cámara). Esto supone visibilidad, documentación, presión pública sobre instituciones y personas que normalmente operaban en la impunidad. Para las víctimas, saber que los papeles se harán públicos, que los nombres o las redes pueden emerger, da esperanza de que el delito sea reconocido, que haya responsabilidades. Pero la visibilidad no basta. Porque el proceso judicial puede alargarse. Porque la víctima puede encontrarse de nuevo en una posición de testigo bajo presión. Porque el agresor puede tener medios para neutralizarla. Y porque en muchos países, como el nuestro, la ley permite que los plazos de prescripción limiten la vía penal antes de que la víctima esté preparada. Este desequilibrio es una forma más de violencia: la violencia estructural.

La imagen de la víctima de un abuso sexual —infancia o adultez— es la de alguien que vive la impotencia: impotencia de no ser creído, impotencia de quedar en la sombra del sistema, impotencia de cargar con un daño que no se ve y que no se borra. La tarea queda en nuestras manos como sociedad para crear un entorno que cree, acompañe y repare. La impotencia se puede transformar en exigencia. Y esa exigencia es necesaria para que el delito sea reconocido, el agresor responda, la víctima sane y la sociedad entera avance hacia un horizonte donde el silencio sea la excepción, no la norma.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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