En una época marcada por la búsqueda de las audiencias a través de los medios digitales, el verdadero enemigo del periodismo ya no es la censura impuesta desde arriba sino la autocensura que nace desde dentro. Se evitan ciertos temas o se suavizan algunos titulares para no incomodar a los anunciantes. Así, algunos responsables de las redacciones pueden llegar a aconsejar que hablar de determinados actores políticos o económicos puede dañar la marca. De esta manera surge un tipo de autocensura sutil que crece progresivamente y que puede ser altamente dañina. Se atenta contra el espíritu crítico del periodismo dando rienda suelta a la comodidad del silencio. Un ejemplo reciente lo podemos encontrar en la dimisión retirada del centro territorial de RTVE en Valencia. Así, el 6 de junio, la dirección de este centro territorial presentaba su dimisión justificando motivos personales y falta de comunicación con la gestión de la central, retirándola unas horas después tras la reunión con el presidente de la corporación. Detrás de estos “motivos personales” y “falta de comunicación” podía esconderse una forma de autocensura: presiones internas por no publicar, emitir o profundizar en temas delicados por vínculos con la sede central o con intereses políticos.
La autocensura no siempre se admite, pero se practica a diario. Tiene diversas formas de concreción, desde el reportaje que no se propone, la pregunta que no se formula o el dato que se omite. No se trata de manipular conscientemente, sino de no molestar a quien puede ser básico en el mantenimiento del medio. Es el resultado, sin ninguna duda, de una mezcla tóxica de precariedad laboral, presiones ideológicas, dependencia publicitaria y una creciente cultura del miedo. La periodista Mamen Mendizábal, en una intervención reciente en el programa La cena de los idiotés de la Cadena Ser, comentaba los silencios de la prensa por miedo a las redes sociales y a la reacción del público: “Callar nos lleva a dejar espacios vacíos; por lo tanto, estar presente es un ejercicio de responsabilidad”. Su reflexión pone el foco en un derecho y un deber de los periodistas: no callar, aunque ello suponga exponerse a las críticas orgánicas o institucionales. Advierte, pues, de la posible “ola de mierda” que puede llegar al responsable del escrito tras el ejercicio de su libertad de expresión. Denuncia así que el silencio autoimpuesto sea por miedo a represalias o al qué podrían opinar. Esa es la trampa de la autocensura: normaliza el silencio hasta hacerlo parecer prudencia.
Las redacciones actuales, sometidas a una velocidad informativa inédita, a menudo no tienen ni tiempo ni respaldo para sostener la incomodidad que exige el buen periodismo. Se prioriza el contenido neutral, las piezas sin riesgo. Y el periodista, ante la inseguridad laboral, se adapta para protegerse. Todo ello porque el texto que realiza lleva su firma. Cierto es que se encuentra dentro de un medio concreto, pero el hecho que los lectores localicen su autoría limita, sin ninguna duda, su personal recreación de la realidad. En los casos de los gabinetes o unidades de comunicación, el anonimato de quien lo redacta suele limitar este efecto de autocensura: se ofrece una información institucional donde lo importante es la transmisión del mensaje, no quien lo firma. Con todo, el precio de la limitación personal del periodista es alto. La autocensura deteriora la confianza del lector, empobrece el debate público y convierte al periodismo en una versión inofensiva de sí mismo. Un periodismo sin incomodidad no tiene razón de ser: atenta contra la esencia de su existencia.
Romper con este círculo exige más que valentía individual: requiere estructuras que protejan la independencia, medios que respalden a sus redactores y asociaciones que visibilicen estas prácticas. Es necesario que hablemos de la autocensura como lo que es: un problema profesional, no un defecto personal. Y que recuperemos la convicción de que, a veces, hacer buen periodismo es incomodar. Porque si no se incomoda o se aborda con veracidad la realidad, ¿qué sentido tiene su existencia? El periodista australiano John Pilger, conocido internacionalmente por su periodismo de investigación, afirmó en una ocasión que “los medios son una extensión del poder, pero cuando reconocemos eso, nos volvemos conscientes del discurso oficial vacío y entendemos que la verdad es subversiva. Siempre lo es”. Decir la verdad, aunque incomode, es una premisa intrínseca al buen periodismo. Si conseguimos no frenarnos por nosotros mismos, estaremos reforzando el papel social de una profesión necesaria, ahora más que nunca, en nuestro día a día.
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