Dedicado a mi hermano Filomeno.
Tiempos de celebraciones. Hogueras. Fuego. Promesas. Las mías, particulares. Emocionalmente inolvidables. Ochenta amigos, familia, hermanos, convirtiendo el paisaje árido, californiano, del Mirador de Guayente en una burbuja de perfecta armonía, con corazones latiendo al ritmo de “Bésame, bésame mucho”. Ocho décadas resumidas en brindis, sonrisas y algún recuerdo perdido en la niebla del cava. Con susto final en un hospital. Gema y Fina, no os olvido. Y el hallazgo, veinticuatro horas después, de la pista final de un hombre que mi memoria perseguía con desespero para incorporarlo como héroe en la nueva y caudalosa novela que ultimo sobre Mi querida España: Don Julián Besteiro. En estos momentos críticos adelanto mi obligación de proyectar, agrandándolo, su prestigio moral frente a la desahuciada clase política de hoy, especialmente la de su propio partido, el PSOE.
Una pregunta me asalta y no es solo mía. Me la lanzó alguien muy querido cuando regresaba en coche a Madrid tras un nuevo telediario de cristales rotos: “¿Cómo pueden Besteiro y Sánchez compartir siglas, partido, historia?”. La digiero a trompicones. ¿Cómo pueden verse en el mismo espejo quienes pisan sendas tan distintas? ¿Cómo la mentira y la ambición pueden ser el legado de la integridad moral, política, de la grandeza humana?
Sigo el rastro de don Julián Besteiro desde hace tiempo, hasta el borde del abismo. Después del golpe de Casado, en un Madrid derruido, Besteiro sabía cuál era su destino: probablemente la muerte. Escogió apelar, en plena hecatombe, a lo mejor del ser humano. He visto su fotografía: Besteiro ante el micrófono de Radio Madrid, la estampa de la dignidad. Camina, sentado, demacrado, hasta el fondo de la tragedia con la grandeza de Príamo cuando suplica a Aquiles que le entregue el cuerpo de su hijo. Releo a los clásicos. Aquiles, conmovido, aterrado ante el anciano que, lejos de humillarse ante la derrota de Héctor, lo vence en grandeza de espíritu.
Lo más hermoso de aquel discurso de don Julián es la dignidad ante la derrota: “Ser dignos hasta el último instante”. Un eco vivo, lección que trasciende tiempos y siglas. Esa dignidad se multiplica en las cartas que escribió a su mujer, Dolores, desde la prisión de Carmona. Enfermo, abandonado, también por los suyos, el corazón a punto de rendirse; aún así mantuvo el pulso y la palabra. «La dignidad no se compra ni se vende. Se salva perdiéndolo todo, menos el alma». “Que los hombres puedan vivir sin rencor y encontrar en el recuerdo de los que caímos un ejemplo de mesura, nunca de odio”. “Quizá la mayor prueba para el hombre no es la adversidad, sino cómo la soporta”. En ese manuscrito, quizá lo último que escribió en vida, refulgen sus palabras para la esperanza: “Queda, entre la aflicción y el ocaso, el deber de ser digno”.
En prisión, Besteiro se negó a recibir tratamiento médico, por respeto a los demás reclusos. Escribió, desde allí, a Indalecio Prieto, exiliado en México. Denunció la brutalidad de la guerra y del franquismo, pero también fustigó a su propio partido y al socialismo español por dejarse arrastrar por el sectarismo comunista. Defendió la necesidad de una izquierda decente, democrática y autocrítica. El germen de la Transición de 1977 estaba ahí. “No puede salvarse una idea contaminando su raíz”. “Ni con el odio ni con el sectarismo”.

“Nuestra derrota”, escribió, “debe servir para pensar en la España que podrían construir los hombres libres, no los fanáticos de cualquier color”.
Durante el consejo de guerra, los tribunales intentaron tacharlo de dirigente marxista y violento. Besteiro, profesor de filosofía, interrumpió a sus fiscales varias veces, sereno, para deslindar y desvincular al PSOE de la violencia sistemática del comunismo soviético. Y dejó claro el alcance de la mano de Stalin en España. En sus cartas a Dolores, pide solo una cosa: Que lo recuerden como uno más entre los vencidos. Que nadie utilice su nombre ni para el odio ni para la venganza. Esa es su herencia.
La historia de Besteiro sirve para recordar que en toda actuación política, en el mínimo gesto de un gobernante, lejano o actual, de épocas pasadas o del presente, siempre existe un suelo moral que no debería abandonarse nunca, mucho menos en tiempos de polarización política como la que vive España en estos momentos.
Recordar a Besteiro es recordar la autocrítica, la exigencia de responsabilidad y el rechazo al sectarismo. Afortunadamente las virtudes ejemplares de don Juan Julián desbordan, lo harán siempre, a las que provocan la soberbia de algunos dirigentes actuales de su partido. Vuelvo a recordar La Ilíada, el encuentro entre Príamo, Julián Besteiro, y el soberbio Aquiles, Sánchez, Aquiles: Orgulloso, invencible, narcisista, reniega, se aparta, provoca desastres por su ego. Solo hacia el final aprende a ser humilde, por el ejemplo de la grandeza humana de Príamo.
Todo dirigente político tiene la obligación de recordar a Príamo, a Sócrates, a Solón… y a don Julián Besteiro. ¿Quién recordará a Pedro Sánchez? ¿Cómo, quienes se atrevan, lo recordarán?
En la política moderna, algunos líderes se sitúan en el rol de “víctima de la injusticia” para rehuir el juicio crítico sobre su propio poder. Agamenón solía defenderse de sus desvaríos criminales: “Estoy siendo acosado, injustamente tratado porque hago lo necesario para el pueblo”. Pero en realidad su acción erosionaba el estado de derecho, la convivencia y el consenso. La víctima verdadera, Besteiro, asume el daño y renuncia; elige el bien general sobre sí mismo. La víctima falsa, Sánchez (Agamenón), utiliza la noción de injusticia para enmascarar intereses propios.
Esa es la historia verdadera. La de los principios. La que trasciende a nuestros días. “Si yo salgo de la cárcel y no soy capaz de perdonar, seguiría siendo un prisionero”, dijo Nelson Mandela tras estar encarcelado 27 años. Richard Nixon nunca reconoció sus errores, dimitió forzado, sin pedir disculpas, negó la evidencia de unos hechos acusadores, se aisló en su idea de ser víctima de una conjura. Se hizo famoso por una sola frase: “¡No soy un ladrón!”. Nadie le creyó. Ni le cree.
A don Julián Besteiro no lo había invitado a mi fiesta de 80 amigos y familiares en la burbuja del Mirador de Guayente. Pero se coló y me habló. Sabía que perseguía su ejemplo y su grandeza desde hace muchos años. Tomó asiento junto a mí y me susurró al oído: “El problema de Sánchez es que no ha leído La Ilíada«.

Observe, don Julián, al hombre que socava la dignidad de su propio partido. Siga sus gestos por la alfombra roja de la OTAN. Todos los presidentes tuercen su rostro. Le han reservado una esquina, y él se ha separado. ¿Le quedará algo de vergüenza? Obsérvelo, presidente Besteiro, cómo Sánchez, el más psicópata dirigente español socialista del siglo, sucesor del Mefistófeles Zapatero, (dónde está, siempre en la sombra), entra en un salón vacío para dar una rueda de prensa. ¡No hay periodistas! Sillas sin plumas, sin cámaras, sin ordenadores. Está solo. A este Agamenón no le escucha nadie. Pero falsea la escena: gira la cabeza a izquierda y derecha, como si le preguntaran, o mirara a un rostro que no existe, a un periodista que él reconoce. No hay nadie. Las cámaras escenifican la que, probablemente, sea una de las farsas políticas más vergonzantes que se recuerden en décadas. Este es el secretario general de su partido, don Julián.
“Entonces, tal vez tiene otro problema, amigo, mucho más gordo”, vuelve a susurrarme don Julián. “Entonces es que, corrompido por la mentira y la soberbia, no ha leído ni su conciencia. ¡Está loco!”. “Estoy de acuerdo”, señor Besteiro. “Qué tremenda injusticia cometió Franco con usted”, respondo desde dentro.
“Yo hice el papel que me reservaba la historia: el de mantener la dignidad de los vencidos; yo soy la memoria de la reconciliación”. “¿Y Sánchez?”. “La traición. Siga usted con su fiesta, y perdone que me haya colado en ella. Todo cuanto ocurre en esta su querida y mi querida España es por culpa del más cruel de los males que pueden aquejar al hombre: la soberbia. Franco fue un soberbio; no importa que no perdonara a un hombre enfermo como yo, desfallecido por la derrota y el sufrimiento del pueblo. A Sánchez no lo perdonarán ni los suyos ni la historia”. “Ha sido un honor, señor presidente.”












Querido Homero: He disfrutado mucho con tu Ilíada. Cuídate. Un fuerte abrazo.
Nos duele España. Pero ¿hasta cuándo? Gracias.