Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

Entre benzodiacepinas y pantallas: la trampa del insomnio moderno

Fuente: www.depositphotos.com.

En nuestro país, casi la mitad de la población adulta sufre trastornos del sueño y un 14 % —cerca de siete millones de personas— padece insomnio crónico, según datos recientes publicados por El País (10 de agosto de 2025). La prevalencia de este trastorno se ha más que duplicado en las dos últimas décadas: a finales de los noventa afectaba al 6,4 % de los adultos, mientras que hoy supera el 14 %. A nivel global, entre un 10 y un 15 % de la población adulta lo padece de forma crónica. Se trata de un fenómeno que no solo afecta a la salud individual, sino que genera un lastre social: deterioro cognitivo, disminución de la productividad, aumento de los accidentes de tráfico —se estima que entre un 15 y un 30 % de ellos están relacionados con la somnolencia— y un coste sanitario creciente.

No es un fenómeno nuevo. Así, la escritora Virginia Woolf conocía demasiado bien el insomnio. En sus diarios se repite la imagen de la noche en vela, de esa mente que no se apaga y que, al contrario, parece avivarse cuando el mundo se silencia. Su depresión y su trastorno bipolar la acompañaban en largas horas de vigilia que terminaban por desgarrar su equilibrio vital. Jean-Paul Sartre, en La náusea (1938), llevó esta experiencia a la ficción: Roquentin se consume en noches donde el sueño no llega y la sensación de absurdo lo asfixia. En ambos casos el insomnio no es un mero desajuste fisiológico, sino la expresión de una crisis íntima y humana que, trasladada a nuestro presente, se ha convertido en un problema colectivo de dimensiones alarmantes.

El sueño no es un lujo ni un capricho, sino un mecanismo biológico fundamental. Dormir restaura la memoria, organiza las emociones, fortalece el sistema inmune y permite que el cerebro se depure de toxinas a través del sistema glinfático. Sin un descanso reparador, el cuerpo queda expuesto a un mayor riesgo de obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, depresión, ansiedad y demencia. Pocas funciones humanas tienen un impacto tan amplio y al mismo tiempo tan subestimado. Cuando dormimos mal de manera continuada, no solo sentimos la fatiga inmediata: se nos deteriora la vida entera, porque todo lo que somos se sostiene sobre esa frágil arquitectura de ocho horas de sueño como media de recomendación por los expertos.

Sin embargo, nuestra sociedad ha elegido con frecuencia el camino más fácil. Somos uno de los países con mayor consumo de benzodiacepinas e hipnosedantes: 89 dosis por cada 1000 habitantes al día, según la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes y la OCDE, solo por detrás de Islandia y Portugal. En veinte años, su uso se ha duplicado, y durante la pandemia llegó a consumirlos más del 9 % de la población. La medicación, que puede tener sentido como apoyo puntual, se ha convertido en recurso habitual y casi automático. En lugar de indagar las causas profundas del insomnio —estrés, desequilibrios emocionales, condiciones laborales, desajustes circadianos, enfermedades físicas o el simple bombardeo de pantallas digitales hasta el último minuto de vigilia— se prefiere la receta rápida. Se normaliza lo que debería ser una excepción y se convierte el insomnio en una condición crónica que, paradójicamente, termina reforzada por el propio tratamiento farmacológico. El abuso de pastillas para dormir no es inocuo. Los estudios advierten de su asociación con deterioro cognitivo, caídas en personas mayores y alteración del sistema glinfático, lo que a la larga podría aumentar el riesgo de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer. Pero más allá de los riesgos clínicos, hay un peligro cultural: hemos aprendido a concebir el sueño como un obstáculo a nuestra productividad, como un tiempo prescindible que, si falla, se arregla con una cápsula. Hemos olvidado que el insomnio suele ser un síntoma, no una enfermedad en sí. Cuando el cuerpo se niega a dormir, algo nos está diciendo. Y acallar esa voz con fármacos sin escucharla es, pues, negar la raíz del problema.

A esta ecuación, cada vez más, se suma el impacto del abuso de las pantallas digitales. La luz azul de móviles, tabletas y ordenadores retrasa la producción de melatonina y empuja el inicio del sueño hacia horas más tardías. Los adolescentes y jóvenes son especialmente vulnerables: se acuestan con el teléfono en la mano, atrapados en redes sociales que nunca se detienen, en juegos o vídeos que prolongan la vigilia hasta altas horas. La paradoja es cruel: cuanto más cansados se sienten, más buscan en la pantalla un entretenimiento fácil que solo posterga el descanso que necesitan. Y este hábito, convertido en norma cultural, está sembrando una generación que duerme peor que sus padres, con consecuencias que apenas estamos empezando a medir en su rendimiento académico, su estado de ánimo y su salud a largo plazo. El insomnio juvenil, lejos de ser un fenómeno marginal, es ya una realidad epidémica alimentada por la conectividad sin descanso.

La crítica es clara: hemos reducido el insomnio a un problema farmacológico cuando es, sobre todo, un problema humano y social. Al hacerlo, hemos transformado lo que debía ser una alerta en una condición cronificada. Pero también es posible otra mirada. Si reconocemos que dormir bien es parte de la vida, que constituye un derecho sanitario, un bien social y una fuente de bienestar, podremos cambiar la narrativa. La esperanza está en comprender el sueño como lo que es: un pilar imprescindible de la existencia, un espacio de sanación y de sentido. Para quienes viven cada noche en vela, esta esperanza no es abstracta: es la posibilidad de que el amanecer ya no sea sinónimo de derrota, sino la promesa de que aún podemos reconciliarnos con nuestras horas oscuras y devolverles su belleza necesaria.

Imagen de www.depositphotos.com.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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  • Cierta publicidad recomienda colchones y almohadas ‘especiales’ para conciliar el sueño. Nada de nada. Otras publicidades, reflexiones muy sensatas, como las que nos regalas en tu artículo, merecen la máxima atención. Y yo me atrevo a recomendar un fármaco espiritual, mental, puramente humano, pero exigente, en forma de dicho popular: «la mejor almohada es una buena conciencia». Ahí es nada. Ser buena persona, ser solidario, no ser egoísta, hacer el bien a todos los que nos rodean empezando por los de casa, es un fármaco barato (!!!) y que conecta con tus excelentes recomendaciones. Un cordial saludo.