Como abordé en el artículo de la semana pasada, «Los hilos de la memoria: el valor de lo que no se ve«, el desapego a los objetos antiguos, recuerdos de nuestro pasado, me gustaría hoy hacer un elogio al cachivache y a su equivalente en valenciano, andròmina, dos palabras en franco desuso, pero cargadas de sentido, emoción y resistencia contra la vertiginosa lógica del consumo actual. La palabra cachivache recoge ese objeto que parece no tener ya valor: un trasto, un utensilio ajado, quizá roto, inútil. Etimológicamente se vincula al término cacho (trozo, fragmento) y se ha dicho que integra la idea de «vaso roto o fracción inútil» en su origen. Su vida cotidiana ya aparece documentada en el siglo XVII, usado para nombrar los objetos viejos que permanecen arrinconados. Por su parte, la variante en lengua catalana andròmina designa también «moble, estri, etc., atrotinat, inútil», entre otras. Su etimología resulta más esquiva: se sugiere que procede del nombre mitológico Andròmeda, vía deformación, pasando del sentido de «faula, embolic» al de «element inútil«. Este paso, de mito a mueble inútil, ya revela cómo nuestra lengua convierte lo grandioso en doméstico, lo narrativo en objeto, lo simbólico en trasto.
Permitidme traer un ejemplo personal. En mi biblioteca, junto a un estante de libros, cuelga un espejo casi centenario que casi no refleja nada, ya que sólo devuelve un reflejo turbio, velado por los años. Con su terciopelo azul que lo rodea, ha dejado de cumplir su función. Adquirido por mi madre a una vecina que se despojaba de sus recuerdos, ella lo atesoró como un bien preciado. Yo no dudé en su momento de pasarlo a mi colección personal del pasado, presidiendo el espacio donde mis libros presiden mi presente. Para muchos sería un cachivache o andròmina, un artilugio obsoleto, pero para mí es una cápsula del tiempo. Cuando tuve que mudarme de casa hace unos años, me enfrenté esa decisión: «¿te lo llevas?» —preguntaron. Y contesté: «Sí, me lo llevo». Sabía que no lo volvería a usar de forma práctica, pero se convirtió en símbolo. Cada vez que lo miro pienso en mi madre, cuando todavía retocaba su peinado —el famoso cardaet de su época—, antes de salir a la calle y se detenía frente al objeto que colgaba en su pasillo. En un mundo donde todo debe funcionar, durar, actualizarse, mantener su valor de mercado, yo reivindico ese espejo opaco como acto de rebeldía: no me desharé de él.
Vivimos en una época obsesionada por lo nuevo, lo eficiente, lo reluciente. Un objeto que no cumple, que falla, que es antiguo, peligrosamente se etiqueta como inútil y se arroja al vertedero o, en el mejor de los casos, a un ecoparque. Pero en ese proceso de arrojar también echamos lo emocional, lo biográfico, lo narrativo. Decir «arréglalo» ya suena anticuado; hoy se dice «compramos uno nuevo». Y así, el vocabulario que permitía referirse a lo obsoleto, lo inservible, lo que sobra —cachivache, andròmina— queda relegado, abandonado. Nunca tantas cosas han sido consideradas cachivaches al cabo de pocos meses, usadas y desechadas.
Y, sin embargo: ¿qué ganamos con ello? La aceleración del consumo borra los rastros, los objetos que sobreviven, que resisten con su marca de uso, con su vida. En ese sentido, conservar un cachivache es conservar un relato: «esto fue mío», «esto me acompañó», «esto lo arreglé una vez». Y conservar una andròmina es también conservar nuestra lengua, nuestra forma valenciana/catalana de mirar el mundo. Porque cuando una palabra se deja de usar, se desvanece un modo de pensar. Hay en cachivache y en andròmina una ternura, una complicidad, un guiño a lo que ya no sirve y, sin embargo, sirve para nosotros. Llamar así a un objeto es reconocer su historia y su dignidad imperfecta. Es alzar la voz contra la homogeneización del mercado y la tiranía de lo nuevo.

Tal vez los siete volúmenes de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido (1913-1927), nos hizo entender el valor de la evocación del recuerdo a partir de una madalena, así como de otros factores sensoriales como un ruido, un aroma o una textura. Pensemos en una lana de una bufanda tejida por nuestra madre o abuela, en el perfume que siempre llevaban o el del café recién molido antes de poner al fuego su cafetera, con ese ruido chirriante que convertía en polvo cada grano. Todas estas percepciones conllevan un sentido emocional, de reconstrucción de un tiempo pasado. Porque en un objeto deseado, aunque haya perdido su funcionalidad, puede caber toda una vida, como en una novela, donde podemos saborear los pensamientos y las reflexiones que su autor o autora ha querido incorporar en el proceso de concreción de cada palabra o de cada frase. Tal vez por ello, uno de los premios de narrativa más longevos de la cultura catalana, la de los Premis Octubre de la editorial 3i4, llevaba el nombre de «Andròmina», en alusión al cajón de sastre que puede significar todo relato de ficción. Al igual que el término, este año, tras 53 convocatorias, la editora responsable ha notificado la supresión de este. Otro ejemplo simbólico del desuso del concepto que hace alusión a nuestro pasado. Con el pretexto de la difícil situación económica y de problemas internos de gestión, desaparece un reconocimiento que han recibido los principales autores de nuestra literatura. Otra muestra más de la sinrazón que mueve los hilos de las políticas culturales y literarias de nuestra comunidad autónoma.
Hago un brindis por el cachivache. Por la andròmina. Por el objeto que no se desecha y por la palabra que resiste. En un mundo que exige lo nuevo, lo limpio, lo eficiente, quedémonos con lo que parece inútil. Lo que tiene polvo, hilos de estancia, historia. Lo que cuando lo miramos nos dice: «aquí estuve, aquí estoy, aquí seguiré». Conservar un cachivache es conservar nuestra memoria, nuestra emoción, nuestra palabra. Y usar la palabra cachivache o andròmina es reivindicar que no todo tiene que ser útil según el mercado, que no todo tiene que ser nuevo para tener valor.












Comentar