Las puertas de nuestras casas nos permiten tener intimidad, privacidad o incluso anonimato. Detrás de muchas de esas puertas, la vida cotidiana transcurre con la apariencia de normalidad: olor de café por las mañanas, deberes escolares o un periódico sobre la mesa, algunas conversaciones triviales o filosóficas, las noticias o la serie de turno en un televisor encendido de fondo, el ruido familiar de los cubiertos al chocar con los platos a la hora de la comida o la cena. Sin embargo, en demasiados hogares, esa misma escena se superpone con otra realidad mucho menos visible: gritos contenidos o apagados, silencios impuestos, insultos que se repiten hasta dañar la autoestima, amenazas veladas o explícitas y teléfonos apagados por miedo. El espacio del hogar, que debería ser un refugio seguro, se convierte, para muchas mujeres, en un lugar de peligro.
El 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, nos recuerda precisamente esto: que esa violencia existe, que no es anecdótica y que no puede seguir escondida tras la idea de que “son cosas de pareja” o, en el máximo de la deformación de una realidad social, impuesta por algunas formas de pensar heredadas, se convertía de manera normalizada en una “muestra de amor”. No se trata de una fecha simbólica más, sino de una interpelación directa a la conciencia global de la sociedad y a las instituciones que forman parte de esta. Cada año, este día nos obliga a reflexionar sobre qué se está haciendo —y qué se ha dejado de hacer— para que el amor no se convierta en miedo.
La elección de la fecha no es casual. El 25 de noviembre se conmemora el asesinato de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, tres activistas políticas dominicanas que se enfrentaron a la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y fueron brutalmente asesinadas en 1960 por orden del régimen. Su “delito” fue haber alzado la voz frente a la injusticia. Desde 1981, movimientos feministas latinoamericanos comenzaron a recordar esta fecha como día de lucha contra la violencia machista, y en 1999 la Asamblea General de Naciones Unidas la declaró oficialmente Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
El origen de este día revela algo esencial: la violencia contra las mujeres no es un fenómeno aislado ni una suma de conflictos domésticos; es un problema estructural y político, vinculado a relaciones desiguales de poder, a la cultura y a la organización de nuestras sociedades. En España, la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género lo expresa con claridad cuando afirma que la violencia de género es “el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad” y que se ejerce sobre las mujeres por el hecho de serlo, por ser consideradas carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión. Es decir, debemos enfrentarnos a una forma específica de violencia que hunde sus raíces en la desigualdad histórica entre hombres y mujeres.
A escala mundial, Naciones Unidas estima que 736 millones de mujeres, lo que supone casi una de cada tres, han sufrido violencia física y/o sexual por parte de su pareja o violencia sexual por parte de otra persona a lo largo de su vida. Se trata de un volumen de sufrimiento de tal magnitud que es difícil de imaginar, pues habla de una realidad que no encaja en ningún marco establecido, ya que atraviesa fronteras, culturas y niveles de renta. En 2023, los datos de ONU Mujeres y la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señalan que unas 140 mujeres y niñas fueron asesinadas por su pareja íntima o por un familiar cada día. Los informes subrayan un hecho especialmente inquietante: el hogar continúa siendo el lugar más peligroso para muchas mujeres, puesto que la mayoría de estos asesinatos se producen en ese entorno. Así, el espacio que se asocia al cuidado y a la seguridad se convierte, para demasiadas mujeres, en el escenario de la violencia más extrema.
Si centramos la mirada en España, el panorama confirma la gravedad de un problema global que se ha convertido en habitual. Según la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, desde 2003, cuando se empezaron a contabilizar oficialmente los asesinatos machistas, hasta las últimas actualizaciones de 2024 y 2025, se han registrado más de 1300 asesinatos de mujeres, perpetrados por sus parejas o exparejas. No se trata, en modo alguno, de cifras abstractas, ya que detrás de cada número hay un rostro, un proyecto vital inacabado, unas hijas y unos hijos traumados por la violencia en su hogar, una familia y un entorno que arrastrarán para siempre las consecuencias del homicidio. Los niños se convierten en uno de los eslabones más débiles, muchas veces utilizados para causar daño, como víctimas avocadas de forma muy dolorosa a la obligada orfandad. La violencia de género ha dejado, desde 2003, al menos 1862 niños y niñas huérfanos, de los cuales 969 eran menores de edad en el momento del asesinato de sus madres. Cada una de estas cifras es un hogar roto, un duelo complejo y un futuro condicionado por una experiencia traumática.
No se debe olvidar la llamada violencia vicaria, aquella en la que los agresores utilizan a los hijos e hijas como instrumento para causar daño a la madre. Este tipo de violencia, que puede llegar al asesinato de los menores, evidencia hasta qué punto el objetivo último del agresor es destruir emocionalmente a la mujer, aun a costa de la vida de sus propios hijos. La legislación y la práctica judicial españolas han empezado a incorporar esta realidad, reconociendo la necesidad de proteger de forma más decidida a la infancia y restringir, por ejemplo, los regímenes de visitas en contextos de violencia de género.
Por otra parte, con una mirada hacia las estructuras que la Administración pone al alcance de las mujeres, las estadísticas judiciales muestran la gran magnitud del problema que llega a los tribunales. En 2024, los juzgados españoles recibieron 199 094 denuncias por violencia de género, es decir, más de 500 denuncias al día, y se registraron 183 908 víctimas mujeres. La mayoría de las sentencias dictadas fueron condenatorias, lo que pone de manifiesto que una gran parte de las denuncias se sostienen sobre hechos acreditados. Sin embargo, los datos también nos advierten de que buena parte de las mujeres asesinadas nunca había denunciado previamente. Algunos análisis recientes muestran que alrededor de una cuarta parte de las víctimas mortales había acudido antes a las autoridades, lo que refleja la enorme dificultad que muchas mujeres encuentran para dar el paso de romper el silencio. Detrás de esta dificultad se encuentran factores complejos: el miedo a las represalias, la dependencia económica, la responsabilidad sobre los hijos e hijas, la presión familiar o social, la desinformación jurídica, la vergüenza y, en muchos casos, una larga trayectoria de manipulación psicológica que limita e invalida la capacidad de percibirse a sí misma como víctima.
Al analizar las raíces de la violencia, conviene recordar que no se manifiesta únicamente en formas extremas como el homicidio. La violencia contra las mujeres adopta múltiples formas interrelacionadas: física, sexual, psicológica, económica, simbólica y, cada vez más, digital. La Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2019, la operación estadística más relevante que se realiza en España en este ámbito, señalaba que un 14,2 % de las mujeres de 16 o más años ha sufrido violencia física y/o sexual por parte de su pareja actual o pasada, y que un 1,8 % la había sufrido en los últimos doce meses, lo que se traduce en unas 374 000 mujeres en solo un año. Estas cifras ayudan a comprender que la violencia no se limita a los casos que llegan a los medios de comunicación. En muchos casos, se inicia de manera aparentemente “discreta”: comentarios despectivos que se repiten, control excesivo sobre la ropa o las amistades, vigilancia del teléfono móvil o de las redes sociales, críticas constantes a la capacidad de la mujer para tomar decisiones, descalificaciones sobre su cuerpo o su inteligencia. Poco a poco, estos comportamientos van generando un clima de miedo y dependencia, minando la autonomía de las mujeres, que abona el terreno hacia formas de violencia más explícitas.
Desgraciadamente, el debate público se ha visto contaminado, en no pocas ocasiones, por discursos negacionistas que minimizan la violencia de género o ponen el foco en un fenómeno marginal: las denuncias falsas. Los datos de la fiscalía general del Estado muestran que el porcentaje de denuncias que se revelan falsas es extraordinariamente bajo, muy por debajo del 1 % e incluso en torno al 0,01 % en algunas series estadísticas. Frente a estas cifras, insistir en la idea de que “muchas denuncias son falsas” no solo se aleja de la realidad, sino que añade una capa más de miedo y desconfianza a quienes están valorando la posibilidad de denunciar a los agresores. La pregunta clave, por tanto, no es por qué algunas denuncias no prosperan, sino por qué sigue costando tanto denunciar y sostener un proceso judicial. La respuesta nos lleva a la complejidad probatoria, pues la violencia suele ejercerse en espacios íntimos, sin testigos directos, sin olvidar la vulnerabilidad de las víctimas, que con frecuencia se enfrentan a revictimización, cuestionamiento o presiones de su entorno.
En este contexto, la educación emerge, una vez más, como uno de los pilares fundamentales para el cambio. Educar no es solo transmitir conocimientos académicos; es también formar en valores, modelar actitudes y facilitar herramientas para la convivencia. Los centros educativos son espacios privilegiados para cuestionar estereotipos de género, promover la igualdad y ayudar a niñas, niños y adolescentes a identificar relaciones sanas y relaciones dañinas. Es necesario trabajar en las aulas el respeto mutuo, la gestión de las emociones, el buen trato, la empatía y la capacidad de pedir ayuda no es una cuestión accesoria, sino un componente esencial de la ciudadanía democrática. La prevención de la violencia de género comienza cuando, desde la infancia, se enseña que los celos no son una prueba de amor, que el control no es cuidado y que nadie tiene derecho a humillar, amenazar o causar daño a otra persona en nombre de los sentimientos.
Esta labor requiere, además, formación específica para el profesorado. Identificar indicadores tempranos de violencia, acompañar a adolescentes que normalizan conductas de control, detectar situaciones de violencia en el entorno familiar o intervenir ante episodios de acoso escolar y ciberacoso son tareas complejas que no pueden recaer únicamente en la buena voluntad de los equipos docentes. Los programas formativos deben dotar al profesorado de herramientas conceptuales, jurídicas y emocionales para actuar con seguridad y coordinación con otros servicios.
Las familias, por su parte, tienen un papel igualmente decisivo. Los mensajes que se transmiten en el hogar sobre los roles de género, el reparto de las tareas de cuidados, la resolución de los conflictos o el modelo de relación afectiva influyen de manera directa en las expectativas de niñas y niños. Resulta imprescindible revisar dinámicas arraigadas, superar la idea de que la autoridad se ejerce a través del miedo y construir vínculos basados en el respeto, la escucha y la corresponsabilidad.
A la dimensión educativa deben sumarse políticas públicas robustas y sostenidas en el tiempo. La Ley Orgánica 1/2004 supuso un hito al establecer un sistema integral de prevención, protección y atención a las víctimas, incorporando medidas penales, sociales, sanitarias y educativas. Sin embargo, cualquier marco legal corre el riesgo de quedarse en papel mojado si no se acompaña de recursos suficientes, coordinación interinstitucional y evaluación continua.
En España, existen múltiples dispositivos de apoyo: servicios sociales especializados, recursos de acogida, unidades de atención psicológica, puntos de encuentro familiar, unidades de violencia de género en fuerzas y cuerpos de seguridad, y juzgados específicos. Con todo, el acceso a estos recursos sigue siendo desigual según el territorio, y muchas mujeres desconocen su existencia o no saben cómo activarlos. Ahí se enmarca la importancia de herramientas como el teléfono 016, que ofrece información, asesoramiento jurídico y atención psicosocial las 24 horas del día, en diversos idiomas y a través de diferentes canales (llamada telefónica, WhatsApp y chat online), sin que quede rastro en la factura. Recordar y difundir estas vías de ayuda es una responsabilidad compartida. A veces, lo que para una persona es un número más, para otra puede significar la primera puerta abierta en un contexto de aislamiento.

También los medios de comunicación, las plataformas tecnológicas y las empresas tienen obligaciones específicas. La forma en que se narran los casos de violencia machista, evitando eufemismos del pasado como “crimen pasional”, respetando la dignidad de las víctimas y huyendo del morbo, lo que contribuye a construir la necesaria conciencia social y a combatir los mitos que rodean esta realidad. Igualmente, las plataformas digitales han de implicarse en la detección de contenidos de acoso, amenazas o difusión no consentida de imágenes, ofreciendo mecanismos de denuncia eficaces y protección a las víctimas.
El 25 de noviembre, por tanto, no puede convertirse en un mero ritual de lazo morado y minuto de silencio con un aplauso final. Es un día que resume una exigencia ética: mirar de frente aquello que daña la estructura más básica de la sociedad, materializada a través de la familia. Preguntarnos qué ideas seguimos tolerando en conversaciones cotidianas, en redes sociales, en espacios de ocio o trabajo, que perpetúan la desigualdad y la violencia. Preguntarnos, también, qué hacemos cuando detectamos señales de alarma en nuestro entorno: ¿restamos importancia, atribuimos la situación al “carácter” de alguien, o nos ofrecemos a acompañar y a informar?
La violencia contra las mujeres no es, como a veces se insinúa, un “asunto de ellas”. Es un problema que atraviesa la calidad democrática de nuestras sociedades y que afecta directamente a la infancia, a la cohesión social, a la economía y a la salud pública. El coste humano es incalculable, pero incluso los estudios económicos empiezan a cuantificar el impacto de la violencia en términos de gasto sanitario, pérdida de productividad y deterioro del bienestar colectivo.
Cuando el amor se convierte en miedo, deja de ser amor y se transforma en una forma de dominación que vulnera derechos fundamentales. Aceptar esta premisa implica rechazar todas las expresiones de violencia, también aquellas que se presentan disfrazadas de preocupación, de “pasión” o de “bromas sin importancia”. Tenemos ante nosotros un gran reto. Las experiencias comparadas muestran que las políticas sostenidas, el compromiso social y la educación en igualdad pueden reducir la incidencia de la violencia de género y mejorar los mecanismos de protección. Lo que está en juego no es solo la vida de las mujeres directamente afectadas, sino el tipo de sociedad que deseamos legar a las generaciones futuras.
El 25 de noviembre nos recuerda que cada agresión que se tolera, cada comentario que se minimiza y cada caso que queda sin respuesta constituyen un fracaso colectivo. Pero también nos recuerda que, cuando se rompen los silencios, se sostienen las denuncias, se acompaña a las víctimas y se educa en la igualdad, se abre la posibilidad real de transformar esa realidad. Tenemos la obligación moral de construir un mundo en el que el amor nunca vuelva a confundirse con el miedo.














Interesantísimo artículo. Entre otras soluciones al problema de la violencia contra la mujer apuntas la mejora en la educación y la familia. ¡Ahí es nada! Y concluyes con un «tenemos la obligación moral de construir un mundo en el que el amor nunca vuelva a confundirse con el miedo». Añadiría yo que tampoco se confunda el amor con el sexo.
’25 de Noviembre’, a un mes justo del ’25 de Diciembre, día de Navidad, día de la formación de la Sagrada Familia con sones de villancico. Te felicito y felicito a nuestros lectores convencido de que San José y la Virgen María educaron muy bien a quien defendió a la Magdalena y a la mujer adúltera frente a los fariseos. La defensa de la dignidad de la mujer es consustancial al Cristianismo «digan lo que digan los demás», que cantaría Raphael el incombustible que también nos deleitaba con su «En el camino que va hacia Belén».