Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Mi querida España

Calígula, Pedro Sánchez, Helicón

Imagen de Calígula y Helicón generada con ChatGPT.

No se trata de hacer leña de un árbol caído. Tampoco de subvertir la pureza de la literatura al escenario basura de la política. Más bien todo lo contrario. De rescatar la corrupción política al plano de la belleza de la literatura. Se puede hacer. En 1963 se estrenaba en en el Teatro Español una de las obras cumbre del teatro mundial contemporáneo: Calígula, de Albert Camus. En escena, José María Rodero, en el papel estelar de su insigne capacidad de interpretar. El silencio teje una gran neblina sobre las tablas. Calígula se arrastra. Lentamente. Atormentado. Roto. Desolado por la inminencia de una muerte política y real inevitable. Para Calígula, la muerte es la carencia del poder. No teme a la muerte, sino a la pérdida del poder. Es patético cuando se acerca al puro Helicón, su médico, la ética, la verdad, la juventud, la clarividencia. Calígula le implora, le suplica, con la mano extendida, vencido por su locura: “¡Alcánzame la luna, Helicón!”, exclama. Helicón, asustado por la presencia de aquel ser humano reptando, le contesta: “Señor, no puedo”.

El pasado 12 de junio imaginé a Pedro Sánchez vestido con la túnica de Calígula, ahíto de poder, loco por el poder, suplicando el absurdo de que alguien, su médico, la conciencia limpia del pueblo español, le alcanzara la luna, su insaciable locura: “Señor, no puedo”, contestó el joven médico en mi imaginario de pueblo sabio, el español, sosteniendo las tablas de la Constitución Española denostada por el tirano.

España asiste al espectáculo de un hombre aferrado al poder que ya no gobierna. Simplemente, administra su propia supervivencia política. La estrategia es siempre la misma: atacar a quien investiga, desacreditar a quien pregunta, criminalizar a quien duda. Cuando la Justicia se acerca, se convierte en lawfare. Cuando la prensa indaga, es «fango mediático». Cuando la oposición exige explicaciones, son «fascistas». No es un árbol caído. Es el árbol con una rama, de la que pende una gruesa cuerda anudada, capaz de sostener el peso de un político que ha sido víctima de su ambición.

Tras la dimisión de Santos Cerdán, chivo expiatorio de un glorioso, pero vejado, PSOE, los tentáculos de la sospecha se extienden por Moncloa, por Ferraz, por cada ministerio donde la lealtad se compra con silencios cómplices. Cada día que pasa, cada nueva revelación, cada filtración calculada, desgasta un poco más la credibilidad de quien prometió regeneración democrática.

El PSOE agoniza mientras su líder se aferra al timón del barco que él mismo ha agujereado. Los socialistas de siempre ven cómo el partido de Pablo Iglesias, de Felipe González, de Julián Besteiro, de Indalecio Prieto, se convierte en el partido de Pedro Sánchez. Un partido personalista, vertical, policializado, donde la disidencia es traición y la lealtad, supervivencia.

Pedro Sánchez ya no gobierna España. Administra su propia descomposición desde un búnker de La Moncloa que apesta a cadáver político. Ha convertido España en su patrimonio personal, y España se lo está cobrando con intereses.

Su círculo de hierro es un aquelarre de mediocres y sicarios políticos que han hecho del enchufismo una filosofía de gobierno. Begoña, Koldo, Ábalos, Aldama… Y ahora su más fiel escudero, Santos Cerdá. Tan fiel, que fue él quien sentó las bases del gobierno de Puigdemont en España desde el teléfono rojo de Waterloo. Sánchez no solo mata al partido, lo está descuartizando pieza a pieza ante los ojos de una España horrorizada.

¿Qué tiene que pasar para que pase algo? ¿Tiene que hundirse completamente el país para que este parásito político suelte su presa? Sánchez ha demostrado que está dispuesto a llevarse por delante todo: la Justicia, la prensa libre, la separación de poderes, la dignidad de las instituciones. Su manual es puro chavismo: resistir hasta que no quede nada que destruir.

España está siendo secuestrada por un psicópata del poder que ha confundido el Estado con su cortijo personal. Ha rodeado La Moncloa de una muralla de aduladores y matones políticos que le aíslan de la realidad. Desde ahí arriba, en su torre de marfil construida con mentiras y corrupción, Sánchez contempla las ruinas de lo que un día fue una democracia respetable. El daño ya está hecho. No basta con pedir perdón. Calígula es Sánchez.

Tres figuras presiden la tragedia del poder. Calígula, Sánchez, Helicón. El nihilismo absoluto, la obsesión infinita y la razón decente. El drama es viejo. Los nombres cambian, la herida persiste.

El poder desnudo no tolera el límite. Camus lo dibujó con pulso firme: Calígula —emperador herido, hermano huérfano— exige a la vida lo imposible. “Dame la luna, Helicón.” No es solo locura: es la furia de quien ha perdido el sentido y decide destruir los valores y a los testigos que lo rodean. Calígula instala su propio vacío en el trono, arrastra a todos a su abismo.

Hoy, la historia se retuerce como farsa. Sánchez gobierna entre tinieblas, cada vez más solo, vigilado por jueces y descrédito internacional. El país entero se sacude por el caso Begoña: no ha muerto, pero está acorralada y silenciada. Ya no es la hermana amada, sino la esposa en la sombra. Es la causa del tormento, el punto ciego por el que el poder renuncia a cualquier frontera. La ley de Amnistía arde bajo el juzgado de Europa. El fiscal general, procesado. La autoridad se apoya solo en la lealtad de quienes prefieren el cargo a la conciencia. Sánchez, como Calígula, no busca la luna: la exige, aunque nadie pueda alcanzarla.

La obsesión por el poder es peor que la locura. La locura es ciega; la obsesión, insomne. Nada detiene a quien ha hecho del cargo su propia razón de ser. Todos son prescindibles, incluso los más cercanos; todo valor es efímero si amenaza el trono. Caiga quien caiga, resista quien resista. El precio importa tanto como la luna de Calígula: nada.

Pero no todo está perdido. Queda Helicón, queda la voz de la razón, la ética templada en sala, prensa y calle. Helicón no cura el delirio, pero lo confina. Es la conciencia, la ley, la súplica de quienes aún creen que el hombre vale más que el poder. Camus lo escribió, y deberíamos recordarlo:

“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si rechaza, no renuncia: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento”.

Resistir es no caer en la resignación, es afirmar que en medio del invierno —aun bajo el peso del poder enfermo— pervive el verano invencible, la dignidad, la ley y la esperanza. Camus supo que la rebelión es también esperanza, así esté acorralada entre la locura y la obsesión. El último dique antes de la catástrofe no es el miedo, sino la memoria ética.

No basta con gritar a la luna. Hay que escuchar, por fin, a Helicón.

Manuel Mira Candel

Periodista en medios nacionales e internacionales; presidente de la Asociación de la Prensa de Alicante; Premio Azorín de Novela en 2004 con "El secreto de Orcelis" y autor, desde entonces, de más de doce libros, entre ellos las también novelas: “Ella era Islandia”, “Madre Tierra”, “El Apeadero”, “El Olivo que no ardió en Salónica”, “Esperando a Sarah Miles en la playa de Inch”, “Las zapatillas vietnamitas” y "Giordano y la Reina".

2 Comments

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  • Enorme artículo. Sánchez no tiene un Helicon, sino un Bolaños que ponía la mano en el fuego por Santos Cerdán y se hace el sordo ante el clamor de los jueces por su repugnante proyecto de ley para politizar el Poder Judicial hasta extremos vergonzosos. Un fuerte abrazo.

  • Magnífico artículo, estimado Mira Candel. Gracias. Siempre necesitaremos que alguien como tú nos confirme con palabras bien medidas lo que palpita por nuestras neuronas. Admiro tu capacidad para definir con claridad los conceptos sin tocar las malas formas.
    Un abrazo.