Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

La vergüenza silenciada: la emoción que más ocultamos

Fuente: www.deposiphotos.com.

La vergüenza es una emoción persistente y difícil de verbalizar. Actúa como una corriente subterránea: está ahí, condicionando decisiones, conductas y relaciones, pero rara vez se nombra. Socialmente se considera incómoda, impropia, incluso infantil; por eso muchos adultos la encubren tras silencios, racionalizaciones o una autocensura férrea. Sin embargo, entenderla es imprescindible para vivir con mayor autenticidad. Y, sobre todo, no negarla, exteriorizarla, porque, de lo contrario, puede corroer nuestra manera de ser y de mostrarnos. Atraído por este sentimiento que yo mismo he manifestado en alguna ocasión, me llamó la atención hace poco una novela con el título de Vergüenza (2009) de una de las autoras suecas exponente de la nueva narrativa negra de los países escandinavos, Karin Alvtegen. Tenía mis propias prevenciones frente a una escritora de títulos tan llamativos como Engaño (2008) o Culpa (2008). Más allá de la historia de tintes policíacos, me encontré con algunas informaciones que activaron mis reflexiones habituales: “La vergüenza del deseo consiste en que es independiente de la voluntad”. Si en la novela, sus dos protagonistas, Monika y Maj-Britt, conviven con un pasado doloroso que les obliga a ocultar secretos que les son molestos de abordar, con esta frase se confirma que la vergüenza no responde a la razón ni a las normas que nos imponemos. No se elige; simplemente aparece. Y precisamente, porque no lo controlamos, lo sentimos.

Me refiero a la sensación obtenida cuando lo que deseamos entra en conflicto con nuestra identidad, nuestros valores o nuestra imagen pública. Se trata de episodios no deseados de nuestro pasado donde actuamos en contra de nuestro sistema de creencias. Cierto es que algunas personas parece que no la sienten tras sus acciones, como en el caso de algunos políticos —tristemente tenemos muchos casos que apuntar— que no muestran ningún tipo de remordimiento ni de rubor cuando se ha descubierto la mala praxis en su gestión. Pero lo normal, para quienes somos mínimamente responsables de nuestros actos, es que lo sintamos en distintos momentos de nuestra existencia. 

A diferencia de la culpa —centrada en un acto concreto—, la vergüenza afecta a la percepción completa del yo. No cuestiona lo que hacemos, sino aquello que pensamos que somos. Lo silenciamos para no sentirnos culpables. La vergüenza moderna adopta formas menos evidentes, pero más persistentes. Nos avergonzamos de fallar, de no cumplir estándares, de mostrar vulnerabilidad o dependencia. También de rasgos personales —físicos, emocionales o de carácter— que interpretamos como defectos. El silencio surge como defensa: ocultar lo que nos incomoda parece más seguro que admitirlo. Desde quien no reconoce un error profesional por miedo a parecer incompetente, a quien evita explicar su ansiedad o depresión para que no la consideren débil, a quien rechaza pedir ayuda económica aun estando en apuros, por temor a ser juzgado, o el estudiante que oculta un suspenso por pánico a decepcionar. Conozco casos de alumnado universitario que fingían haber terminado sus estudios para no sentir la vergüenza de no haber aprobado todas las materias. Tarde o temprano todo sale a la luz, con lo que se consigue el efecto contrario de lo que se intentaba evitar.

Estos comportamientos muestran una misma raíz: el temor a perder valor ante los demás. Cuando la vergüenza se cronifica, opera como un filtro distorsionado. La voz crítica interna —severa, hipervigilante, implacable— interpreta cualquier imperfección como un fallo del carácter. La persona se retrae, se sobreexige o pierde iniciativa. Tal vez el nivel de exigencia en nuestra sociedad, donde todo el mundo tiene que moverse en parámetros de normalidad, nos impide ser sinceros y esconder aquello que puede ser utilizado como elemento de rechazo. Quien sufre una adición, lo silencia, aunque esté en tratamiento terapéutico; quien fue sometido a abusos de cualquier índole, lo esconde durante toda su vida, corroyendo la autoestima en la mayor parte de los casos. La vergüenza no se disipa callándola. Se alimenta del secreto: cuanto menos se comparte, más crece.

Por este motivo, nombrarla reduce su carga. Tal vez hay que empezar a compartirla con alguien de confianza que no frene nuestra sinceridad con un “¿no será imaginación tuya?” o “no me cuadra en ti un hecho así”. Un espacio seguro de respeto, sin juicios previos ni aplicaciones de moralidad estricta que lleven de nuevo a esconder el secreto. Nadie es perfecto: reconocerlo es de sabios. Aunque el materialismo que impera en nuestra sociedad nos obligue a estar constantemente rindiendo cuentas, tenemos que entender que, si no cumplimos las expectativas puestas en nosotros, no es un fracaso, sino que forma parte del aprendizaje continuo que es nuestra existencia. Si se ha idealizado nuestra figura como alguien que no tiene defectos, mostrarse como somos en realidad nos dará seguridad y confianza con el resto. Incluso si se trata de episodios lejanos en el tiempo, casi olvidados, pero que siguen lastrando nuestro crecimiento y el establecimiento de relaciones sanas basadas en la sinceridad. A veces se trata de secretos de la infancia que nos llevan a estar constantemente pidiendo disculpas –seguro que localizáis alguien de vuestro entorno que le sucede–, porque sentimos miedo a ser incapaces de estar a la altura de las circunstancias. 

La vergüenza no desaparecerá de la experiencia humana, pero puede ocupar un lugar menos central. Su función original —señalar límites sociales— no exige que lastre la identidad. Nombrarla y entenderla disminuye su poder. Compartirla la desactiva. Liberarse del peso de la vergüenza no consiste en alcanzar perfección alguna, sino en renunciar a la ficción de que debemos ser perfectos. La salida comienza cuando dejamos de ocultarnos. Y así dejaremos, pues, de utilizar el concepto de una manera secreta para vivir con plenitud nuestro día a día.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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