Vivimos en una era en la que la libertad de expresión se ha convertido en una bandera que todos enarbolan, a menudo sin comprender su peso. El derecho a hablar libremente —una de las conquistas más nobles de la democracia— ha derivado, en muchos casos, en un arma de destrucción comunicativa masiva. Las redes sociales, en teoría espacios abiertos para el debate y la pluralidad, se han transformado en terreno fértil para la desinformación, las fake news y la manipulación emocional. En este sentido hay que destacar que algunas entidades, como el caso de la Fundación Maldita.es contra la desinformación, sin ningún ánimo de lucro, se dediquen a la verificación de hechos, la investigación, la educación mediática y el desarrollo tecnológico enfocado a detectar bulos y noticias falsas. Con un lema como «Periodismo para que no te la cuelen», ofrece diariamente en su web casos en los cuales se intenta manipular la opinión pública a partir de medias verdades o directamente mentiras que pueden hacerse virales. Desde el análisis de memes, comentarios sobre fútbol o canciones donde se allana el camino para blanquear los fascismos, a diversas informaciones desviadas sobre el caso Koldo, la posible financiación irregular del PSOE o mensajes que incitan al odio contra personas inmigrantes. Tenemos el caso de este verano en el que una canción se viralizó en TikTok con una letra completamente tendenciosa: «Si es marroquí va a ir por ti. Si es argelino te va a dejar fino. Si es tunecino robará a tu vecino». Aunque las normas de aquella red social establecen que no están permitidos los contenidos que fomenten el discurso del odio contra grupos protegidos como los inmigrantes, durante quince días la melodía se hizo tendencia en nuestro país y fue utilizada como sintonía de diversos vídeos subidos por usuarios de ideología fascista.
La paradoja es evidente: defendemos la libertad de expresión, pero con ese mismo pretexto algunos aprovechan para propagar mentiras, fomentar el odio o relativizar el dolor ajeno. El ejemplo más reciente y punzante es el de los comentarios sobre la flotilla humanitaria de Gaza. Mientras cientos de personas intentaban romper un bloqueo inhumano para llevar ayuda a un pueblo asediado, en las redes proliferaban mensajes que cuestionaban su legitimidad o, peor aún, que justificaban un genocidio con argumentos políticos o sectarios. Parece, pues, que la tragedia ajena se ha convertido en materia opinable, como si la dignidad humana dependiera de la etiqueta ideológica de cada cual. Este es el rostro más oscuro de la gramática digital de nuestro tiempo: la frivolización del sufrimiento, la banalización de la mentira y la sustitución del pensamiento por la consigna. Los algoritmos —como recordaba recientemente un artículo de opinión publicado en El País— secuestran nuestra atención y alimentan el deseo de reafirmarnos, no de comprender. Nos rodean de voces afines, creando burbujas que amplifican nuestras creencias y ahogan cualquier sombra de duda. De esta manera, el debate se ha transformado en batalla y la opinión en dogma.
De esta manera, ya no sorprende ver cómo algunos líderes políticos —desde Trump hasta Milei, pasando por otras figuras europeas y también nacionales— utilizan las redes para intoxicar el espacio público. Se crean corrientes de opinión artificiales, se agitan emociones primarias y se impone una crispación calculada que divide y desgasta. El insulto se ha legitimado: ya no es muestra de mala educación, sino un recurso estratégico. Lo que antes era impensable —decir barbaridades en voz alta, sin filtros— hoy se celebra como sinceridad. Y mientras unos se exceden, otros callan. Muchos periodistas y medios practican la autocensura por miedo a la reacción violenta, a las campañas de desprestigio o, sencillamente, por presiones económicas. Así, el silencio de unos y el ruido de otros dibujan un paisaje mediático en el que la verdad queda sepultada bajo capas de emoción, estrategia y desinformación.
Para revertir esta deriva hace falta algo más que normativas o etiquetas de verificación: hace falta una formación profunda en lectura crítica de los medios y de la comunicación. Necesitamos ciudadanos capaces de distinguir entre opinión y manipulación, entre debate honesto y populismo emocional. Solo así podremos rescatar la libertad de expresión de su propia caricatura y devolverle lo que debería ser: una herramienta al servicio de la verdad, la justicia y la convivencia. Porque la libertad de expresión no consiste en decirlo todo —sino en saber cuándo, cómo y por qué decirlo—, y, sobre todo, en no olvidar nunca que detrás de cada palabra hay personas, vidas y realidades que merecen respeto.












Casi totalmente de acuerdo, «salvo los silencios que acrediten las mentiras» porque ésta fue una de mis normas durante los veinte años (1987-2007) de ejercicio profesional del oficio más antiguo de la humanidad, el PERIODISMO, que para mí consiste en observar y compartir hechos (también opiniones) con el fin de ser un servicio riguroso por el interés público…
Gracias