Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Educación

Cuando Silicon Valley apaga las pantallas

Fuente: www.depositphotos.com.

Por qué la infancia necesita escuelas analógicas y tecnología basada en la ética.

Cada nuevo curso escolar, sobre todo en las primeras etapas formativas, supone un buen momento para reflexionar acerca de la aplicación de soluciones tecnológicas que prometen revolucionar la educación. Así, los centros escolares se llenan de opciones informáticas: tabletas, que facilitan la comprensión de los contenidos; plataformas de aprendizaje adaptativo, con promesas de alto rendimiento; pizarras digitales, que cambian la tiza por aplicaciones informáticas; inteligencia artificial, que permite explorar todo un universo de conocimiento sin salir del aula, etcétera. Como se puede ver, la oferta tecnológica es de lo más seductora: más personalización, más datos, más eficacia. Sin embargo, llama la atención un hecho paradójico: entre quienes diseñan, financian y comercializan estas tecnologías, es frecuente encontrar decisiones familiares prudentes, casi restrictivas, sobre el uso de pantallas en la infancia. Este aparente “doble rasero” no debería invitar al cinismo, sino a una profunda reflexión: si quienes mejor conocen los mecanismos de la economía de la atención, la ingeniería de la persuasión digital y los riesgos de la hiperconectividad adoptan ciertas cautelas para sus hijos, tal vez convenga que el sistema educativo recupere el control sobre el cuándo, el cómo y el para qué de la tecnología en la escuela.

Como parte de esta reflexión, es necesario desterrar un mito que está profundamente arraigado en la sociedad actual: los llamados “nativos digitales”. Así, haber nacido rodeado de pantallas no garantiza que las personas usuarias dispongan de unas competencias adecuadas, pues, en buena parte de las ocasiones, se observa lo contrario: alfabetización digital heterogénea, dependencia de sistemas comerciales o cerrados, dificultad para discriminar fuentes de información fiables y problemas para mantener la atención en los procesos de lectoescritura. La competencia digital, como no puede ser de otro modo, se aprende y se entrena, y requiere un andamiaje bien estructurado y sólidamente anclado, intencionalidad pedagógica con unos objetivos claros y marcar los tiempos para una práctica proporcionada. De igual manera, debe quedar claro que exposición no es sinónimo de aprendizaje, pues se suele confundir familiaridad de uso con pericia, lo que ha llevado a inversiones injustificadas en dispositivos y plataformas que, sin un proyecto didáctico adecuado ni tampoco un proceso de evaluación rigurosa, sustituyen prácticas analógicas de gran valor pedagógico.

Desde la psicología del desarrollo y la neuroeducación, el llamado principio de precaución es pertinente. Crece la evidencia, aunque con algunos matices, sobre la relación entre el uso intensivo de pantallas en edades tempranas y la aparición de dificultades para la atención sostenida, fragmentación de la memoria de trabajo, empobrecimiento del lenguaje expresivo y alteraciones del sueño. Mientras el debate científico afina la magnitud y los mecanismos de estos efectos, la escuela no puede comportarse como un laboratorio sin un protocolo de trabajo establecido. En la etapa infantil y los primeros cursos de primaria, la prioridad debería seguir siendo una buena cimentación basada en la construcción de funciones ejecutivas básicas (inhibición, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva), la motricidad fina, el juego simbólico y cooperativo, la conversación rica y la lectura en papel, ya que la irrupción tecnológica temprana, más si ocupa un lugar desproporcionado, tiende a erosionar los cimientos del desarrollo en la persona.

Aparte de la visión psicopedagógica del asunto, es necesario introducir una nueva variable ligada al mal uso de estas tecnologías. La digitalización de lo cotidiano ha ampliado el perímetro de la convivencia escolar, pues lo que antes ocurría en el patio de la escuela ahora se prolonga, o incluso se intensifica, a través de los grupos de mensajería, las redes sociales y las plataformas de juego. La ciberagresión, el acoso por exclusión silenciosa o por difusión de contenidos humillantes, y la escalada de conflictos por malentendidos escritos encuentran en la inmediatez y la permanencia de lo digital un caldo de cultivo propicio para diferentes formas de violencia. No se trata, en ningún caso, de demonizar la tecnología, sino de reconocer que lo digital premia la visibilidad de los eventos, la reacción inmediata de los interlocutores y la polarización hacia respuestas extremas, rasgos que colisionan con la lenta construcción de la convivencia pacífica. Así, educar para la paz en la era tecnológica implica enseñar la calma, habilitar procesos de escucha, abrir caminos para la reparación y poner límites también en lo digital, y requiere adultos, tanto familias como docentes, que crean y modelen estos mismos hábitos.

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La brecha que más debería preocupar no tendría que ser la de acceso, sino la de las experiencias relacionadas con el uso de las pantallas y la distribución del tiempo de manejo. Aquí también influye el marco socioeconómico de la persona, ya que la disponibilidad de recursos culturales y económicos conducirá a realidades completamente distintas. Así, en el caso de las personas con independencia económica, se pueden organizar entornos educativos ricos en conversación, lectura, arte, deporte y contacto con la naturaleza, restringiendo el tiempo de pantalla y seleccionando cuidadosamente los usos. Por el contrario, cuando lo que prima es un ambiente de vulnerabilidad social, con precariedad de tiempo, formación o apoyo, la pantalla se convierte en cuidador improvisado y en un auténtico sedante de la vida familiar. La digitalización escolar sin criterio puede ampliar esta brecha cuando se fundamenta en una pedagogía empobrecida, apoyada en fichas digitales, tareas automáticas y contenidos empaquetados. Esto conlleva el riesgo de convertirse en “escuela low-touch” para las personas más desfavorecidas, mientras que los entornos privilegiados reservarían lo digital para actividades creativas, de producción y de investigación acompañada. La equidad exige invertir el orden: menos consumo y más creación; menos sustitución mecánica y más proyecto con sentido; menos dependencia de plataformas cerradas y más cultura de lo común, del dato abierto y del pensamiento crítico.

En términos didácticos, la pregunta relevante no es “¿cuánta tecnología?”, sino “¿para qué actividad cognitiva y relacional la usamos?” Hay usos con clara ventaja pedagógica: simulaciones científicas que hacen visible lo invisible; laboratorios virtuales que complementan, no sustituyen, la manipulación real; herramientas de accesibilidad que democratizan el aprendizaje; proyectos colaborativos que conectan aulas con otras lenguas y culturas; edición de audio y vídeo para publicar productos creativos con una audiencia real. Pero también hay abundancia de usos prescindibles o contraproducentes: fichas digitales que inhiben la escritura a mano y la ortografía reflexiva; presentaciones que sustituyen el debate; ejercicios gamificados que premian la velocidad sobre la comprensión; cuadernos “inteligentes” que externalizan la memoria y debilitan el esfuerzo cognitivo deseable. En todo caso, se debe buscar el valor añadido sobre la experiencia analógica para complementarla y enriquecerla.

Por otra parte, en términos de la convivencia escolar, es necesario tener en cuenta que los conflictos entre iguales, cuando son bien gestionados, son un recurso de aprendizaje. En lo digital, esta idea se traduce en guiar al alumnado por prácticas de autorregulación emocional, pensamiento crítico y creación de espacios seguros que no den cabida a la violencia. Para alcanzar esta meta, los centros educativos deberían institucionalizar protocolos de “ciberconvivencia” integrados con los de convivencia general. Estos protocolos tendrían que contemplar acuerdos de aula sobre dispositivos, tiempos y espacios sin móviles, normas consensuadas con el alumnado, mediación entre iguales con formación específica para conflictos en redes sociales. El objetivo no es el castigo, sino el aprendizaje y la experiencia para alcanzar una convivencia pacífica basada en el respeto y la tolerancia.

En paralelo, para que el sistema funcione, urge profesionalizar la compra y evaluación de soluciones educativas con sello tecnológico. La administración y los centros deberían exigir pruebas de efectividad pedagógica independientes, planes de formación docente asociados y auditorías de privacidad robustas antes de contratar plataformas que recopilan datos masivos de menores. Es necesario establecer una serie de reglas básicas: minimización de datos por diseño, transparencia, portabilidad y posibilidad real de auditoría; cláusulas de salida que eviten cautividad tecnológica; y evaluación de impacto en carga docente, equidad y resultados de aprendizaje que vaya más allá de la publicidad. La innovación sin un respaldo ético puede convertirse en temeridad.

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Al hablar de pantallas y crianza, el ejemplo adulto es ineludible, sobre todo cuando se construye un currículo oculto que puede ser la base para un buen uso de estos dispositivos. Las niñas y los niños no aprenden solo de lo que se les transmite académicamente en un aula, aprenden de las acciones de sus referentes. De esta manera, las familias y el personal docente deben revisar sus propios hábitos: dispositivos fuera de las comidas y de la habitación; lectura compartida cotidiana; tiempos de juego libre sin supervisión digital; caminatas y conversación sin auriculares; expectativas claras y coherentes. Por todo ello, sería necesario establecer un plan de formación tecnológico para las familias centrado en el menor y con el concurso de estos: propósitos, límites, espacios, tiempos de desconexión, elección conjunta de contenidos y revisión periódica. La corresponsabilidad funciona mejor que el control unilateral.

A nivel de centro, la legislación comparada ofrece una pista sensata: retirar el teléfono móvil del día a día en primaria y regular estrictamente su uso en secundaria, salvo necesidades pedagógicas planificadas o razones de accesibilidad. El móvil es un dispositivo de comunicación personal, difícil de gobernar en colectivo, con un potencial disruptivo que suele superar su utilidad ordinaria en el aula. Otra cosa es el uso de dispositivos compartidos del centro, con gestión profesional, cuenta académica y tiempos definidos por el proyecto pedagógico. Cuando el dispositivo es del proyecto del centro, no del alumno, los incentivos cambian, ya que el foco vuelve a la tarea y al aprendizaje.

Por supuesto, prescindir de pantallas no equivale a renunciar a la competencia digital. Al contrario, pues significa enseñar a pensar antes de conectarse, a planificar, a buscar con criterio, a verificar, a citar, a proteger la identidad, a crear sin vulnerar derechos de terceros. También significa alfabetizar en la política económica de Internet, comprender las lógicas de recomendación, los sesgos que pueden tener las informaciones publicadas y los datos. Por esta razón, es necesario conocer y estudiar el “lado oscuro” del diseño: las métricas que capturan atención, las notificaciones que interrumpen, las mecánicas de recompensa que atrapan. Y significa reemplazar “más horas delante de una pantalla” por “mejores preguntas y mejores productos” que, eventualmente, usen herramientas digitales con un propósito claro y bajo la guía de figuras de referencia formadas de manera adecuada.

Con objeto de establecer un buen uso de los dispositivos y prevenir la violencia digital, se pueden poner en marcha una serie de líneas estratégicas: 1) Políticas públicas que prioricen la evidencia de la utilidad sobre el entusiasmo, con pilotos controlados y evaluación externa antes de escalar; 2) Un currículo de ciudadanía digital crítica, transversal y evaluable, que articule habilidades socioemocionales, ética tecnológica y derechos digitales; y 3) Una ecología escolar híbrida con “zonas de baja emisión digital” y ricas en recursos analógicos: bibliotecas vivas, talleres manuales, huertos escolares, laboratorios de conversación, música y movimiento. En estas zonas se cultivarían todos aquellos aspectos humanos que ninguna aplicación puede ofrecer: presencia, mirada, silencio, paciencia y vínculo.

Por último, la paradoja creada por los promotores de la tecnología, en el seno de sus propias familias, se disipa si se adopta un marco más honesto: no se trata de “ser” o “no ser” tecnológicos, sino de someter la tecnología para que sirva al desarrollo integral de la persona. Quienes conocen por dentro los engranajes de la persuasión digital quizá no desean exponer a sus hijos a un ecosistema que compite, minuto a minuto, con la atención y el deseo. La escuela, si realmente quiere ser un espacio de justicia y de oportunidad, tiene que proteger esos bienes escasos que son la semilla de una ciudadanía crítica y libre: la atención profunda, la curiosidad sostenida, la conversación significativa, la cooperación y la creación con sentido. La pizarra, el cuaderno, el libro y el laboratorio siguen siendo tecnologías con un gran potencial educativo y formativo.

En definitiva, menos pantallas y mejor tecnología. Menos brillo y más aprendizaje significativo. Menos consumo y más creación. La alfabetización del siglo XXI no consiste en hacer todo “en digital”, sino en saber cuándo lo digital aporta de verdad, cuándo distrae y cuándo conviene apagar. Al final, educar es elegir con cuidado qué experiencias ofrecer al alumnado para que se conviertan en personas íntegras y ciudadanos responsables. Desconectar a tiempo también educa, pues el objetivo es conseguir que lo humano no se diluya en lo digital.

V Jesús Martínez

Divulgador educativo.

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