Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

Mayores en libertad: la autonomía no acaba con la jubilación

Fotografía de Freepik.

En nuestra sociedad, las palabras abuelo/abuela, avi/àvia, yayo/yaya o iaio/iaia se pronuncian a menudo con ternura, pero demasiadas veces lleva detrás una carga oculta: la expectativa de que, llegada la jubilación, esas personas se conviertan en los cuidadores permanentes de sus nietos. Un reciente reportaje de El País lo refleja con claridad: cada vez más mayores levantan la voz para decir que no quieren ser los canguros de la familia. Y no, no es egoísmo. Es defensa legítima de su libertad y de su tiempo. Vivimos en una sociedad que ha cambiado profundamente en términos demográficos. La esperanza de vida en nuestro país supera ya los 84 años, y el porcentaje de mayores de 65 años alcanza el 20 % de la población, con previsiones de llegar al 30 % en 2030. Hombres y mujeres disfrutan hoy de una longevidad inédita en nuestra historia y, además, lo hacen con mejor salud que las generaciones precedentes. Esa vitalidad, sin embargo, no debería entenderse como un recurso ilimitado al servicio de los hijos, sino como un derecho ganado para disfrutar del tiempo propio, para aprender, crear, viajar, socializar o, sencillamente, descansar.

Los datos son elocuentes: según el informe de Aldeas Infantiles SOS “Abuelos y abuelas, ¿qué haríamos sin ellos?”, el 85 % de los abuelos cuida de sus nietos en algún momento; casi la mitad lo hace de manera habitual, y casi un 30 % cada día. Dedican una media de 16 horas semanales a esta tarea, especialmente en verano, lo cual equivale, en muchos casos, a una jornada laboral parcial. Si añadimos que solo un 10 % convive con los nietos, lo que significa que deben desplazarse para cumplir con esas obligaciones, se comprende hasta qué punto esta dedicación desborda el marco del apoyo puntual y se convierte en rutina forzada.

Nadie niega que los abuelos sean un pilar fundamental en momentos de urgencia: un niño enfermo, una reunión laboral inesperada, una situación de crisis económica. Pero lo que resulta insostenible es que se normalice el uso de los mayores como sustitutos gratuitos de guarderías o como garantía para que los padres puedan disponer de su tiempo libre. Detrás de ese hábito se esconde, más que la necesidad, una cierta comodidad y una falta de asunción plena de las responsabilidades que implica traer hijos al mundo. El amor de los abuelos se convierte, en demasiadas ocasiones, en un chantaje emocional: “Si no me ayudas, no me quieres”, “si te niegas, estás fallando a la familia”. Y ese chantaje es tan invisible como dañino, porque erosiona la autonomía de quienes ya cumplieron con creces su rol de padres y merecen ahora una etapa distinta. Como afirma Carmen Martín, una mujer de 81 años citada en el reportaje anterior, lo más importante es “aprender a empoderarse y a poner límites, también en la familia”. Y no le falta razón: si la sociedad está dispuesta a considerar que los abuelos son responsables habituales del cuidado, ¿no habría que reconocerlo como un trabajo y retribuirlo? La respuesta evidencia la contradicción: nadie paga porque se da por hecho que los abuelos deben estar ahí, sacrificando sus proyectos personales en nombre de un deber que, en realidad, no les corresponde.

Fotografía de Evgenyataman (Fuente: Depositphotos.com).

Los expertos en envejecimiento insisten en la necesidad de preservar la autonomía vital de los mayores. Según podemos leer en otro artículo de este mes en el diario El País sobre las personas centenarias, Juan Martín, director del Centro Internacional sobre el Envejecimiento, subraya que la longevidad debe verse como una oportunidad estratégica, no como un problema. Pero esa oportunidad se pierde si las personas mayores se ven atrapadas en rutinas de cuidado que les impiden desarrollar actividades creativas, educativas o sociales, las mismas que contribuyen a mantener su salud física y emocional. El ocio, lejos de ser un capricho, es un elemento central para un envejecimiento activo y digno. No se trata de enfrentar generaciones ni de negar la importancia del vínculo entre abuelos y nietos. Al contrario: ese vínculo se fortalece cuando se vive desde la libertad, no desde la obligación. Un abuelo que dedica unas horas a jugar con sus nietos porque quiere, no porque debe, transmite alegría y complicidad. En cambio, el que acude cansado, renunciando a su club de lectura, a sus clases de pintura o a un viaje pendiente, termina acumulando frustración y resentimiento. Y nadie gana en esa ecuación: ni los nietos, que perciben la tensión, ni los abuelos, que pierden parte de su vida, ni los padres, que dejan de asumir su responsabilidad.

El debate sobre conciliación laboral no puede seguir resolviéndose con el comodín de los mayores. Hace falta reforzar políticas públicas, ampliar recursos de atención a la infancia y fomentar una cultura de corresponsabilidad entre madres y padres. Mientras tanto, reconocer que los abuelos están “para las urgencias, no para la cotidianeidad” debería ser un principio ético innegociable. Defender la libertad de los mayores es defender también la coherencia de nuestra sociedad. Quien ha dedicado décadas a trabajar, a criar, a sostener, merece ahora vivir sin cargas añadidas. Convertirlos en rehenes emocionales es una forma de egoísmo que debemos señalar con claridad. Porque amar a los padres no significa utilizarlos. Significa respetar sus límites, cuidar de su tiempo y dejar que disfruten plenamente de la vida que, con tanto esfuerzo, nos enseñaron a valorar.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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