La reciente dimisión de Noelia Núñez, diputada del Partido Popular en la Asamblea de Madrid y hasta ahora una de las figuras emergentes del partido, ha vuelto a destapar una vergonzosa constante en la política española: el falseamiento o la exageración del currículum académico. Núñez se presentaba, en documentos públicos y actos institucionales, como licenciada en Ciencias Políticas, cuando en realidad nunca finalizó dicha carrera. Tras las denuncias en diversas redes sociales y medios de comunicación, la diputada ha dimitido de todos sus cargos. Pero el daño ya está hecho: una vez más, asistimos a la manipulación de la verdad sin consecuencias reales más allá de una dimisión forzada y tardía.
El caso de Núñez no es una excepción. Es, en realidad, parte de una larga cadena de tergiversaciones. Así, han estado en el punto de mira el exministro de Cultura y Deportes socialista José Manuel Rodríguez Uribes quien llegó a presentarse como «doctor» cuando solo tenía el DEA (Diploma de Estudios Avanzados); la diputada Carmen Montón, con un supuesto Máster en Estudios Interdisciplinares de Género; o en las filas del PP, Cristina Cifuentes con un máster que presuntamente obtuvo en la Universidad Rey Juan Carlos con notas falsificadas; o Pablo Casado, expresidente del Partido Popular, también fue señalado por sus «másters exprés» en la misma universidad, aunque el Tribunal Supremo acabó archivando la causa por falta de indicios penales. Conocimos igualmente casos más surrealistas como la afirmación de Álvaro Pérez, «El Bigotes», que afirmaba ser diplomado en Ciencias Empresariales o la de Carlos Fabra, que se presentaba como licenciado en Derecho. Unas verdades a medias que escondían la realidad: unos estudios iniciados, pero no finalizados.
En diversas legislaturas, tanto en gobiernos nacionales como autonómicos, han circulado currículums de cargos públicos que aseguraban tener titulaciones no concluidas o estudios supuestamente cursados en prestigiosas universidades extranjeras, sin acreditar diplomas ni resultados. En muchos casos, se recurre a la fórmula «cursó estudios en…» para dar a entender una formación completa cuando, en realidad, nunca se terminó el ciclo académico. Estas medias verdades, que acaban siendo mentiras completas, permiten a sus autores colarse impunemente en actos oficiales, entrevistas y debates públicos con una autoridad académica que no poseen. Lo más grave es que, como en el caso de Noelia Núñez, estas falsedades no se corrigen en tiempo real. Durante años, en discursos oficiales y notas de prensa se han dado por buena su condición de licenciada sin que ella lo desmintiera. Su silencio otorgaba. ¿Cuántos actos institucionales han acogido a representantes públicos alabados por títulos que jamás obtuvieron? ¿Cuántos periodistas han repetido, sin culpa, pero sin confirmación, titulaciones que no existían?
Pero el falseamiento no se limita a las carreras. En el ámbito universitario también se cuecen trampas. Es habitual leer que cierto docente o investigador es «catedrático de universidad», sin especificar que se trata de «catedrático de escuela universitaria» —una categoría inferior en cuanto a acceso y docencia, a la de catedrático de universidad propiamente dicho—. Esta omisión, que parece un tecnicismo, es en realidad una forma sutil de inflar la autoridad académica de alguien. Lo grave no es solo que se use el lenguaje para manipular, sino que los medios de comunicación y las instituciones repiten estos datos sin matiz, permitiendo que la ficción se convierta en verdad pública.
Vivimos en un país donde aún se valora socialmente la titulación universitaria como sinónimo de competencia, formación y mérito. Por eso, falsear el currículum es doblemente perverso: por el engaño y por el desprecio hacia quienes sí han completado sus estudios con esfuerzo. Además, estos comportamientos lanzan un mensaje nefasto a la ciudadanía: que en política no importa la verdad, sino la imagen; que el atajo vale más que el camino. Urge una reacción institucional, mediática y social. Las instituciones deberían verificar los datos académicos de sus representantes antes de hacerlos públicos. Los partidos políticos deben asumir que tolerar este tipo de engaños mina su legitimidad. Y los medios de comunicación han de abandonar la reproducción automática de currículums y comprobar los títulos como lo harían con cualquier otro dato de relevancia.
La mentira académica es más que una anécdota; es una estrategia que erosiona la verdad pública. Esta frivolización del mérito, esta costumbre de maquillar trayectorias para parecer más y mejor, constituye, pues, una forma de corrupción cultural. Es una mentira que se instala en la base misma del relato institucional, y que convierte el currículum en un trampantojo. Los ciudadanos no merecen biografías tuneadas, sino representantes honestos. Y para eso, la primera exigencia no es un máster, sino la verdad.
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