Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Narrativa

Como si fueras a vivir mañana

Imagen generada con ChatGPT.

Año 2014

Estaba pasando una mala racha. Permanecía días enteros entregado full time a la cama. Era como una adicción que cada vez necesitaba una dosis más y más grande. Todo lo que hacía, con tremendo esfuerzo, era ir de la cama al sofá y, cuando ya no podía más, cagaba o meaba en un váter especial que me instalaron unos fontaneros sin escrúpulos y a regañadientes en una esquina poco transitada del salón comedor. Sí, exacto, ese lugar donde solemos colocar un puñetero y enorme macetero con una de esas plantas de interior que poco soportan el ruido de la televisión, la estufa o el tocadiscos con un LP completo de Los Chichos.

La verdad es que fue una época muy jodida; tanto, que me daba pereza todo. Ducharme, cambiarme de gayumbos, cortarme las uñas cada seis meses, las sábanas cada ocho. Eso me llevó de calle hasta que cogí una baja por depresión que alargué todo lo que pude, como una de esas gomas elásticas, como un arco sin flecha, como un barril de cerveza o uno de esos lugares de pirotecnia que acaban por los aires. La baja por depresión me sirvió de escudo y ralentizó, al menos por un tiempo, que la empresa me despidiera por sendas quejas de compañeros y clientes del restaurante con tres estrellas Michelín del que voy a obviar su nombre por estrictas razones estéticas y de reputación, básicamente.

Bones, mi perro, se lo tuve que dar a Pacheco, el herrero del pueblo. Algo parecido le ocurrió a Rocky, quiero decir, a Sylvester Stallone, cuando nadie daba ni un duro por él y no tenía dinero para comer, y mucho menos para hacerse cargo de su perro, Butkus, al que vendió a un completo desconocido por solo veinticinco dólares. Yo no lo hice por dinero, lo hice por extrema pereza.

Bones era un presa canario que necesitaba mucho espacio y largos paseos. Además, podía ser un excelente reclamo para que los chorizos no se atrevieran a robar tan a menudo en el pequeño negocio de los Pacheco donde trabajaban Silvia, el pequeño Tomi y los gemelos, la pecosa Andrea y Pancho Seis Dedos. Le dijeron los médicos al nacer que un dedo más no era motivo de escándalo, que canta Raphael, y que tal vez así sería mucho más hábil al piano y algún día daría conciertos en el Sidney Opera House de Australia.

Con el tiempo, quería decir con su paso, algunos vecinos me tomaron un poco de manía; y no sé muy bien por qué narices, a no ser que se debiera a que por mi estado de absoluta inmovilidad, totalmente voluntaria, era incapaz de bajar la basura al contenedor cada día. Me hice con un contenedor que ocupaba prácticamente toda la galería y una o dos veces al año el bueno de Pacheco pasaba con el camión de mudanzas de su primo Jaime El Cojo. El apodo le viene de uno de esos días de caza, que cogió una tremenda cogorza y no se percató de un cepo que tenía justo delante de sus narices.

Pacheco, con ese camión y doscientos euros, me sacaba la basura, las moscas y alguna rata. Yo no salía de casa para nada. Iba de la cama al comedor y la cocina la mantenía cerrada. Todo estaba por fregar, la nevera desenchufada y la lavadora se quedó sin puerta y ya ni lavaba.

Dicen los expertos en coaching, en fortaleza y crecimiento personal, que solo cuando tocas fondo empiezas a reaccionar, pero no hay que olvidar que a mí me daba pereza tocar fondo.

Estoy seguro de que querrán saber a estas alturas mi nombre, cómo narices llegué a esta casi kafkiana situación, cómo era mi vida antes, el grado de responsabilidad de mis padres en todo esto o cómo conocí a mi exmujer si todavía no estaba casado, y todos esos detalles tipo El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, David Copperfield, del inolvidable Charles Dickens, o, por irnos al extremo, Moby Dick, del sempiterno Melville. Sin duda por ahí no van los tiros; sin embargo, eso no quiere decir en modo alguno que no tenga nada importante que colocar sobre la mesa y, además, no me sentiría bien dejándoles con la incertidumbre certera, con la miel en la yema de los dedos. Puedo adelantarles, sin temor a romper ningún contrato, que mi nombre es en efecto Ismael, que nunca viajé en barco ballenero alguno y mucho menos en el Pequod.

Año 2022

Conocí a Rosi en una de esas incipientes reuniones para Perezosos Anónimos, algo casi calcado de Alcohólicos Anónimos.

—Hola, me llamo Rosi y soy perezosa. A veces soy tan perezosa que descongelo dos lomos de salmón para hacer a la plancha y con un poquito de naranja y luego no me levanto de la cama durante días y, cuando por fin consigo atarme los cordones de las zapatillas de estar por casa, todo huele a podrido.

—Hola, Rosi, bienvenida al grupo —dijeron todos a modo de coro de iglesia: Álex, Robin, Niqui Zurullo, Rebeca, Alexia La Bizca que no lo era en absoluto. Tenía una de esas miradas profundas que te hacían empalmarte de inmediato; sobre todo porque iba acompañada de unos labios carnosos, esponjosos y, ¿por qué no decirlo?, unos labios perfectos que te hacían soñar con el puto cielo.

Fuente: www.depositphotos.com.

La verdad es que empecé a vivir solo pensando en los viernes. Los viernes, los viernes, los viernes eran el puñetero lugar en el tiempo para las reuniones de Perezosos Anónimos, y el punto de encuentro y reunión hasta que Amanda, que era la que cortaba el bacalao como terapeuta en esa iniciativa de mandar a la mierda a la pereza, encontrara un local en condiciones. Mientras tanto, de forma eventual hacíamos las reuniones en el Bar de Luna, que en realidad no se llamaba así y la verdad es que no tengo ni pajolera idea de su nombre real, pero yo lo empecé a llamar desde el primer día «el Bar de Luna».

A la segunda o tercera sesión, y sin esperarlo por mi parte, surgió eso que llaman «química», o algo así, entre Amanda y el que escribe todo esto. Le propuse un viaje a Madrid y una noche de concierto. A los dos nos gustaba, y mucho, Leiva, y junio, y el WiZink Center o el Wanda Metropolitano. Nos daba igual casi todo, excepto pasar unos días juntos lejos de nada y cerca de casi todo. El viaje, las canciones de Leiva como No te preocupes por mí, Nuclear o Como si fueras a morir mañana, nos llevaron en volandas hasta la suite Yucatán de un lujoso hotel de Madrid.

Los días pasaron envueltos en nubes de algodón y de amor. El Parque del Retiro me parecía más hermoso que nunca. El Prado, tan majestuoso como nunca antes, y el Teatro Real, con sus horas vacías que sin duda a mí me parecían tan llenas.

A la vuelta en el AVE, y ante la curiosidad de todo un vagón, le pedí matrimonio a mi amada Amanda mientras sonaba por el techo de todo el tren No te preocupes por mí y casi nos ponemos a llorar como dos personas que al final han encontrado la salida.

Tuvimos dos hijos; no, no en el tren, sino después de nueve meses de embarazo cada uno. Amanda siguió con sus terapias, y yo me enfundé de cocinero en mi propio restaurante que no buscaba desesperadamente ninguna estrella Michelín porque ya tenía la mayor de las estrellas de calidad total: llenar una sala para cien personas cada día con un menú qué confeccioné con mucho amor, con mi amada Amanda.

La vida me sonreía como jamás hubiera pensado que ocurriría, pero, como en una de esas canciones de Leiva, nada es para siempre, todo está siempre cambiando. Una noche, Amanda murió en un tremendo accidente de tráfico. Nuestros hijos iban en el asiento de atrás.

Parece que estoy atado a la cama. No consigo salir de ella ni dar un paso. Las noches y días se mezclan en esa batidora sin rumbo —y menos aún fijo— de la vida. Secuestro una y otra vez las ganas de hacerme siquiera una simple tortilla. Las pieles de mil verduras alfombran la alfombra del pasillo y las cáscaras de huevo y el caldo de la remolacha envasada y el salmón casi descongelado que huele tanto, tanto, al jodido pasado.

Y no, no se alarmen demasiado. Decir que nunca has tenido pereza es como afirmar que jamás caminaste por el sendero del corazón, del amor y eso, sin ninguna duda, no debe de ser saludable.

Y me queda aclarar lo de Alexia, apodada «la bizca» aunque en realidad no lo era; bueno, solo cuando cogía una buena turca y se tomaba tres copas de más o más.

En fin, esto es sencillamente el fin.

Últimamente, siempre estoy en mi peor momento.


Pablo Guillén

Pablo Guillén empezó a escribir hace algunos años. Un poco para escapar de la rutina de un trabajo que sólo le aportaba un salario. Nada más. Publicó durante algunos años artículos de opinión en un diario local y también participó en algunos encuentros literarios concursando y formando parte en distintas publicaciones.
Tiene tres libros de relatos publicados: “Sombras de luz y niebla”, “Reflejos frente al espejo” y “Lanzarse al vacío y otros relatos”.
Además, tiene el cajón repleto de historias que empujan cada día por nacer, pero la situación actual no es la mejor y como todo el mundo sabe, el dinero no crece por más que riegues esa jodida planta.
Actualmente está inmerso en un nuevo trabajo, sin duda más ambicioso y extenso: su primera novela, aunque declara sin tapujos que se mueve mejor en el mundo de los relatos y puede que le pase un poco como a Oscar Wilde, que sólo escribió una novela, “El retrato de Dorian Gray”.

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  • Estás como una cabra, pero no una cabra cualquiera, sino un bello ejemplar de ‘capra pyrenaica’. Y seguimos esperando tu ‘única’ novela… Un saludo.