Siempre es oportuno recordar nuestra condición de hijos de la Virgen María y hermanos de Jesucristo. Esta semana hago memoria de la Virgen del Carmen y pido disculpas por no haberla recordado en la edición anterior de Hoja del Lunes. Ella me perdonará y espero lo mismo de vuestra benevolencia. Esta advocación mariana es una de las más queridas de los cristianos, sobre todo de las gentes del mar, marinos y pescadores. En mi pueblo, que no tiene mar, de pequeño, me encantaba ver llegar la imagen chiquitita de la Virgen del Carmen cuando nos tocaba recibirla en su procesión de casa en casa. Iba dentro de una ‘capillita’ de madera fácilmente transportable por una persona. Se la recibía con gozo y nuestra madre la colocaba en el salón-comedor, donde toda la familia, tras la cena y antes de acostarnos, rezábamos el rosario. No recuerdo con qué frecuencia recibíamos la visita de la virgen peregrina, que era una bendición para los hogares.
El apellido ‘del Carmen’ le viene a la Virgen María de unos eremitas europeos del siglo XIII que peregrinaron a Tierra Santa y vivían en cuevas del Monte Carmelo, una zona montañosa, al norte de Israel, de unos 26 kilómetros de longitud y asomada al mar, en cuyas estribaciones más próximas al Mediterráneo se encuentra la hoy importante ciudad israelí de Haifa. Allí, según una tradición hebraica, habían vivido el profeta Elías y sus más fieles seguidores, novecientos años antes del nacimiento de Jesucristo, durante el reinado, en aquella región, de Acab, Ocozías y Joram. Los eremitas tomaron a la Virgen como su patrona y dieron a su congregación el nombre de Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, una orden mendicante que vivía de la limosna y dedicada a la oración, a la vida contemplativa. A principios del siglo XIII. el patriarca de Jerusalén, Alberto, aprobó las reglas de la congregación. Su espíritu y sus reglas fueron copiadas por diversas comunidades en distintos países de Europa, entre ellos España, Francia, Alemania, Italia e Inglaterra. Terminaron por denominarse Carmelitas y, en España, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, fundaron una derivación de la orden como Carmelitas Descalzas y Carmelitas Descalzos.

La Madre de Dios protege a todos los cristianos y se presenta con variadas advocaciones, con nombres que son muy queridos en las distintas localidades, nombres de patronas, como la Virgen del Remedio en Alicante, la Virgen de la Asunción en Elche, la Virgen de las Virtudes en Villena… Todas ellas son advocaciones marianas y tienen una historia especial que toca los corazones de los hijos de María en cada lugar. Jesucristo, en la cruz, a punto de expirar, le dijo a María, señalando a Juan con la mirada (no pudo hacerlo con uno de sus brazos porque los tenía clavados): “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Y, luego, mirando a Juan, susurró: “Hijo, aquí tienes a tu madre”. La Iglesia sostiene, desde hace dos mil años, que en Juan estábamos representados todos; que Cristo nos dio a su madre a todos, como hizo el Padre Eterno. Fue Jesús quien enseñó a los apóstoles (y a nosotros en ellos) a rezar el Padrenuestro.
María vivió con san Juan hasta su muerte y asunción en cuerpo y alma al cielo y desde allí se multiplica (es el milagro de la bilocación por el que puede estar en varios sitios a la vez) a fin de proteger a los pescadores de Santa Pola y a los de todas las poblaciones pesqueras del mundo en su peligrosa vida y en el tránsito a la vida eterna. María es casi tan poderosa como Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Trinidad que la coronó como Reina de Cielos y Tierra. No lo dudes, amigo lector, seas hombre o mujer. Tienes una madre, intercesora todopoderosa, en el cielo. Llámala como te dé la gana, pero llámala. Lo necesitas. No seas tonto. No seas tonta. Vivirás mejor. Y morirás mucho mejor. Esta vida son cuatro días que se pasan volando; bueno, santa Teresa de Jesús (y de Ávila), dijo que la vida se pasa como una mala noche en una mala posada. Mejor es una eternidad con María, con Dios, con nuestros familiares y todos los santos por toda la eternidad en la gloria que empeñarse en ir al infierno, a cuyas puertas el poeta italiano Dante puso este letrero: “Lasciate ogni speranza voi ch’intrate” (“Perded toda esperanza los que entráis aquí”). ¿Quién va a ser tan necio como para perder toda esperanza? La esperanza es lo último que se pierde. Último consejo: no la perdáis. Para eso está ahí, a tu lado, la Virgen María, tu Madre, por muy pecador que seas.
Querido Maestro.
Leer «La Virgen del Carmen, la gente del mar y los demás» es como dejarse llevar por la marea de tu prosa, serena, profunda y llena de humanidad. Con la maestría que te caracteriza, has tejido devoción, tradición y vida cotidiana en un relato que trasciende lo religioso para celebrar ese vínculo universal entre el hombre y el mar.
Donde pocas plumas logran, como la tuya, convertir lo local en universal y lo sagrado en cercano. Gracias por recordarnos que las historias verdaderas, las que dignifican al hombre, se escriben desde el respeto a la gente y sus raíces.
Un abrazo grande, con admiración y gratitud maestro.
Jorge Monreal
Gracias y no bajes nunca el listón del salto de altura en esta hermosa competición del periodismo que no todo el mundo dignifica.