Recuerdo cuando, hace no tanto, llenar el carro de la compra no requería hacer cálculos mentales para ver si llegábamos a fin de mes. Hoy, en cambio, cada visita al supermercado se ha convertido en un ejercicio de resignación donde comprobamos cómo los precios suben sin piedad, los billetes valen menos y esa sensación de que el dinero se esfuma entre los dedos ya no es una sensación, sino una realidad. Pero, ¿por qué? ¿Por qué la inflación no da tregua, a pesar de los discursos oficiales que prometen su control? Hace poco, un economista explicó con crudeza las razones de este fenómeno, y sus palabras no dejan lugar a dudas ya que esto no es un bache temporal, sino el resultado de decisiones y dinámicas que llevan años gestándose.
La inflación no es un fantasma, es un huésped con maletas que muchos esperaban que, después de los picos inflacionarios de la pandemia, volviera por donde había venido y los precios alcanzaran algo parecido a la normalidad. Pero no ha sido así. Y la razón es simple: la inflación no es solo un número que sube y baja, sino un mecanismo que, una vez puesto en marcha, es difícil de detener. Pensemos en lo que pasó durante la crisis del COVID cuando los gobiernos, temiendo un colapso económico, abrieron las compuertas del dinero barato. Cheques de ayuda, subsidios, créditos fáciles (ICO COVID). Estas medidas eran necesarias para evitar una catástrofe social, pero su efecto secundario fue la inflación que hoy sufrimos. Como dijo Christine Lagarde (BCE):
«Era elegir entre dos males, recesión inmediata o inflación futura. Optamos por lo menos urgente».
Todo parecía justificado en ese momento. Pero el problema es que el dinero, cuando se imprime sin respaldo real, tarde o temprano pierde valor. Y eso es exactamente lo que hemos visto ahora, más billetes persiguiendo la misma cantidad de bienes, lo que inevitablemente hace que todo cueste más. Pero no fue solo eso. La energía se encareció, los fletes internacionales se dispararon (costos de transporte de mercancías), las materias primas escasearon… Y cada uno de esos eslabones de la cadena terminó trasladándose al precio final de los productos. Un ejemplo claro es el pan. El trigo subió, el transporte subió, la electricidad del horno subió… Y al final, ese pan que antes costaba menos de un euro, ahora vale casi el doble.
El círculo vicioso de la inflación es cuando el remedio empeora la enfermedad y lo más peligroso de la inflación es que se alimenta de sí misma. Cuando la gente ve que los precios no paran de aumentar, empieza a actuar en consecuencia. Los trabajadores piden aumentos para no perder poder adquisitivo, las empresas suben precios para cubrir esos mayores costos laborales y así entramos en una espiral donde todo se encarece sin fin. Es como si estuviéramos en un pequeño barco con goteras en el casco, por mucho que saquemos agua con un cubo (subiendo salarios o controlando precios de forma artificial), si no tapamos los agujeros (la emisión descontrolada, los costos energéticos, la falta de productividad), seguiremos hundiéndonos.

Como decía Milton Friedman, economista ganador del Premio Nobel y gran crítico de la inflación:
“La inflación es un impuesto sin legislación, un mecanismo silencioso que vacía los bolsillos sin que nadie vote a favor. Y como todo impuesto regresivo, golpea con más fuerza a los que ya parten de una situación vulnerable, los jubilados con pensiones congeladas, los trabajadores con salarios que no se ajustan, las familias que ven cómo la cesta de la compra se lleva cada vez más de su presupuesto”.
¿Qué se puede hacer? Los economistas lo dejan claro: no hay soluciones indoloras. Los bancos centrales han optado por subir los tipos de interés para enfriar la economía, pero eso tiene un coste: créditos más caros, menos inversión, posible recesión… Es como aplicar un freno de mano en plena curva, que puede evitar el desastre, pero el golpe se nota. Otra opción sería recortar el gasto público, pero eso significaría menos ayudas sociales, menos subsidios… Algo políticamente explosivo. Y luego está la vía más sensata, pero también más lenta, que es aumentar la productividad. Si producimos más con los mismos recursos, los precios podrían estabilizarse. Pero eso requiere inversión, tecnología y tiempo.
Warren Buffett lo advirtió:
“La inflación es el impuesto del ahorrador. No importa que tu banco te ofrezca un interés simbólico si los precios suben más rápido que tus rendimientos. Es como correr en una cinta, te esfuerzas, sudas, pero al mirar alrededor, te das cuenta de que no avanzas o peor aún, cada paso cuesta más energía que el anterior. Los pequeños ahorradores, esa gente que guarda dinero para la educación de sus hijos o una vejez digna son los más castigados. Porque mientras los gobiernos imprimen dinero y los mercados se ajustan, ellos ven cómo sus ahorros seguros se convierten, año tras año, en promesas vacías. La única defensa es invertir en activos que, al menos, mantengan su valor (como bienes raíces o empresas sólidas), aunque eso implique asumir riesgos que muchos no pueden permitirse».
¿Qué nos espera? La mala noticia es que esto no se arregla en unos meses. La inflación, cuando se instala, es como una resaca económica que duele, dura más de lo esperado, y no hay atajos para salir de ella. Lo más probable es que sigamos viendo precios altos durante un buen tiempo, con suerte cada vez menos acelerados, pero sin regresar a los niveles de antes. Mientras tanto, a nosotros, los de a pie, no nos queda más que adaptarnos y ajustar presupuestos, buscar alternativas, y sobre todo, no creer en soluciones mágicas. Porque si algo ha quedado claro es que, en economía, los atajos suelen llevar a callejones peores.
Imagen de portada de www.depositphotos.com.












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