A veces, lo peor no son las palabras del dueño de una empresa que llama tontos a sus clientes, a veces, lo peor es ese tono de chulería rancia y casposa que se atisba en el decorado de fondo, ese gesto de prepotencia de alcantarilla que muestra su gestualidad corporal, ese supuesto sarcasmo con el que se envuelven esas mismas palabras, el mismo timbre de voz como se pronuncian y la intencionalidad oculta que encierran esos vocablos. Todo eso es, posiblemente, mucho más dañino que las propias palabras de insultar a quienes te dan de comer.
Hay guerras declaradas, que las ves venir, que te puedes preparar para, al menos, evitar parte de sus trágicas y negras consecuencias. Pero hay también esas otras guerras no declaradas que cuesta más verlas llegar en tu pequeño espacio vital, desde ese rincón donde se articula la vida de la gente corriente, pero cuyas consecuencias son tan devastadoras o más que aquellas otras guerras que se declaran con trompetería y que se llenan de partes bélicos.
Una de estas guerras no declaradas, como lo es la “operación especial” de Putin en Ucrania, sería, es, la guerra que desde hace unos años vienen manteniendo las grandes eléctricas de este país contra sus propios clientes, los consumidores, y contra los gobiernos o parte de aquellos que osan hacerle mínimamente frente. Y todo y en parte a costa de la tarifa regulada, la llamada de precio voluntario al pequeño consumidor (PVPC).

Las eléctricas, las grandes, están desde hace tiempo en guerra contra todos nosotros y deberíamos saber que esas son precisamente sus intenciones y que es en ese marco y no en otro es en el que cabría ubicar el enésimo exabrupto de quien preside una de ellas, Ignacio Sánchez Galán. Es esta, si se quiere, una guerra no declarada, de las de baja intensidad, pero que van contra el corazón de todos y cada uno de nosotros, paganos de sus servicios, y contra cualquier organismo público o entidad privada que ose mínimamente cuestionar sus comportamientos mafiosos.
Guerra no declarada es –y así debería reconocerse– la agresiva campaña publicitaria que se entromete a todas horas en nuestros domicilios particulares con llamadas agresivas ofreciéndonos una y otra vez no sé cuántos beneficios si les hacemos caso, no sé cuantas “rebajas en su factura eléctrica”; guerra no declarada es la descarada presión política por tierra, mar y aire de estas mismas eléctricas contra los gobiernos y organismos públicos que solo pretenden poner un poco de freno y equilibrio a sus políticas extractivas capaces de negar la evidencia de unos beneficios caídos del cielo cuando se paga a precio de caviar la fruta y hortaliza del huerto de la esquina.
Por eso mismo, dentro de esa misma guerra no declarada es donde cabría encuadrar también las palabras del presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, cuando recientemente afirmaba en un acto en Valencia que “solamente los tontos que siguen con la tarifa regulada pagan ese precio”.

Son, todas y cada una de ellas, campañas que deberíamos calificar de acciones criminales, que llevan a cabo con grandes márgenes de impunidad las grandes eléctricas contra todos nosotros, sus clientes necesarios, y cuyo objetivo último no es otro que reducir a cenizas esa misma tarifa regulada. Una guerra, por cierto, donde se echa de menos una actitud más valiente de los gobiernos para explicar de qué va el asunto y qué consecuencias tendría su eliminación y no limitarse a devolver el insulto a quien previamente te insulta, tal como hizo el portavoz de Podemos, Pablo Echenique, llamando en un tuit “tipejo” a Galán por afirmar lo que afirmó, por muy merecido que este lo tenga. Eso, solo eso, no puede, no debería, ser el camino. Falta, como siempre, el contexto.
Resulta –los datos son tan incontrovertibles, tan de calado, tan de primero de primaria– que esta tarifa, la PVPC, ha sido hasta ahora y en los últimos 8-10 años altamente beneficiosa para los consumidores particulares y pequeñas empresas acogidas a ella frente a esas otras denominadas libres o de tarifa plana. Así lo constatan los innumerables estudios realizados por las asociaciones de consumidores más prestigiosas de este país, así como informaciones periodísticas solventes que lo avalan, y que para su mera comprobación solo bastaría hacer un suave click para averiguarlo. Eso son datos, no opiniones. No insultos. No risas.
Y sucede, además y más importante, que esa misma tarifa ha sido, lo es de hecho aún hoy, el último freno que le queda a la administración pública para intervenir en la formación de los precios de la energía, en tratar de regular la voracidad insaciable de unas eléctricas que, como los bancos, nunca tienen bastante y cuya cuenta de resultados fue en 2021 un 40 % mayor que en el anterior.

Ese –acabar con el mercado regulado y colocar la bandera de la libertad absoluta del mercado en los mástiles de sus sedes corporativas– y no otro es su no declarado objetivo, ahora con renovadas y enérgicas fuerzas por el disloque de los precios de la energía provocados por el final de una pandemia y el principio de una guerra. Es más, sin esa tarifa regulada los gobiernos de España y Portugal habrían tenido muy difícil arrancar a la Unión Europea la “excepción ibérica” que va a permitir durante un año una rebaja y contención de los precios de la energía eléctrica en ambos países precisa y mayormente a quienes están bajo el paraguas del mercado regulado.
A veces, decíamos al principio, lo peor de todo no es el significado de las palabras en sí mismas, sino que lo peor es ese tono de chulería, prepotencia y supuesto sarcasmo con el que las envuelven quienes las pronuncian. Pero, puede que ni siquiera esto último sea cierto, y que lo peor de todo, lo más dañino, sea la claque que rodea el acto mismo donde se pronuncia, ese supuesto entrevistador riendo las gracias al presidente de una eléctrica, ese arrullo de coro de voces y aplausos que se oye de fondo, quienes en ese mismo fondo aplauden y ríen las necias, atrevidas y mafiosas palabras de alguien que se cree el dueño de nuestras vidas a golpe de kilovatio.
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