Agosto llega cada año con una promesa de absoluto que bien sabemos que no podrá cumplir, aunque nos empleemos a fondo en tratar de espantar esa certeza a golpe de abanico, con el vuelo ligero de la ropa sencilla, con la levedad que imprime el caminar sobre la arena con los pies descalzos, extendiendo hasta el amanecer la tenue frescura de la noche. Aunque, en esa insistencia, nos finjamos ajenos a la imposible tarea de totalidad que le hemos otorgado, pretendiéndonos al margen del poder absoluto depositado en él para ser, en tan breve existencia, verano, vacaciones, amistad, reencuentro, descanso, lectura, beso, y amor.
¿Quién no le ha exigido a agosto la incondicionalidad de un reencuentro, de un beso de verano, de un amor o, al menos, de un buen libro?
Yo empiezo a ser comedida con mis exigencias, incluidas las que le hago a la canícula, y ajusto al máximo mis expectativas a mis posibilidades. De ahí que, de entre todos los absolutos previsibles para estas fechas, me haya centrado en el de la lectura, y me haya dedicado con fruición a recortar la altura de las pilas de libros que han ido poco a poco apropiándose de mi salón. Y, de entre ellas y ellos, he rescatado, sin premeditación ni atención especial a la sugerencia del título, un ejemplar que compré nada más salió a la venta y que he disfrutado ahora de un tirón.
En agosto nos vemos, la última obra de Gabriel García Márquez, editada esta pasada primavera cuando se cumplían diez años de su fallecimiento, es una novela de agosto, y una novela de amor. Mejor dicho, una novela del amor, de ese que pretendemos ligero como entendemos que es agosto, pero al que exigimos la eternidad que entendemos es amor.
Más allá de la polémica sobre la conveniencia o la justicia que hay en el acto de editar de forma póstuma lo que el autor dejó en un cajón, y soslayando la osadía de valorar si está o no a la altura del resto de su obra, debo confesar que agradezco a los editores el haberme permitido disfrutar de la historia de Ana Magdalena Bach y de sus amores estivales. Sin embargo, aun en ese deleite en la lectura de una obra de García Márquez, y lanzada ya en la osadía de la crítica, diré que solo encuentro una pega, una que las recogería y resolvería todas, la de haber convertido en novela los textos que había hecho nacer como relatos independientes. Absolutos en su individualidad, algo repetitivos en su conjunción. Pero alcanzan la altura de la nobleza que se les supone leídos como si de una colección de cuentos se tratara, cuentos que comparten una misma protagonista, una misma historia, pero revisitada de formas diversas, como esas variaciones musicales que imitan melódicamente un tema, con su propia envergadura, como cada amor, y con sus propias vacilaciones y certidumbres, como cada momento de la vida.
Y es que agosto es solo agosto, y amor es solo amor, una carrera de obstáculos por lograr todos los objetivos planeados, por cumplir todas las expectativas propias y ajenas, por alcanzar la ineludible obligación de ser felices. De ser, en esa felicidad, eternos. O, al menos, de haberlo intentado.
Todavía queda una semana de agosto, aún están a tiempo de conseguirlo.
Es refrescante terminar agosto con éstas tus letras que transmiten, armoniosas, amores no exclusivamente veraniegos. Un abrazo.
Querido Ramón, muchas gracias por leer este sueño de agosto, de lecturas y de amor. Me alegro de que lo encuentres refrescante. Y, muy especialmente, gracias por ese piropo precioso a mis palabras, armoniosas, me encanta, gracias. Un abrazo, Cristina