Quizás porque sucede lejos pareciera que en realidad no está pasando; quizás porque sucede en un país del que ya casi hemos olvidado su nombre que, de hecho, ya casi no está en los mapas de nuestra realidad, podemos permitirnos el lujo de ignorar todo lo que allí sucede aunque esté pasando. Quizás porque creemos que ya hicimos todo lo que podíamos hacer, creemos que podemos seguir mirando hacia otro lado, lavar las conciencias haciendo que solo sea titular de un solo día, de ésos que nos golpean y horrorizan un rato pero al que solo le permitimos 24 horas de presencia y que, pasado el desgarro, el duelo, tendemos a arrinconar de nuevo de la misma manera como olvidamos la bruma de los malos sueños, de las pesadillas.
La noticia, el titular desnudo de aditamentos, de abalorios, desvestido de las florituras y los adornos que acostumbran, rezaba así: prohíben el sonido de las mujeres en la calle. ¡Y no, no es una distopía! ¡Ni un viaje al pasado! ¡Es hoy! No satisfechos con todo lo anterior, con prescribir el ocultamiento de todo su cuerpo, con las leyes que ordenan su apartamiento del mundo del trabajo, con bombardear las escuelas donde aún acudían las pocas niñas que osaban retar su poder omnímodo, ahora también esto otro: prohibir que su sonido, que las palabras articuladas por ellas, que las canciones cantadas por las mujeres, que su sola y desnuda voz, pueda ser oída, escuchada, susurrada, en los espacios públicos. Porque esa voz, su mero sonido —proclaman— debe quedar reducida al espacio de lo reservado e íntimo.
Ya sabemos, está claro, que lo importante ahora y aquí son las palabras xenófobas del alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, ligando delincuencia con inmigrantes venidos del norte de África, sobre todo si llevan gafas de sol; ya sabemos, nos lo han relatado con todo lujo de detalles festivaleros, lo relevante que es el relato y la música en la gran fiesta demócrata por Kamala Harris; como sabemos, aunque nos hayamos acostumbrado a vivir con ello en esos treinta segundos de cada telediario, del sonido, la infamia y el calculado y vengativo holocausto a cielo abierto que está perpetrando el gobierno israelí contra toda la población gazatí en la Franja de Gaza, un ruido de bombas, un suma y sigue donde se amontonan los cadáveres como animales, mayormente mujeres y niños; como sabemos también que en el ruido escandaloso del ministro influencer Óscar Puente y sus trenes averiados durante estos meses de verano está el hit parade estival, más o menos el mismo lugar —nos lo recuerdan también los noticiarios a diario— que todo eso de la financiación singular de Cataluña que es cada vez más bien lo que parece que es.
Y quizás, como acto de rebeldía contra esta doble realidad, para mitigar tanto dolor, para tratar de entender el grado de barbarie, quizás sería momento de releer la hermosa y dolorosa novela Mil soles espléndidos (Klaled Hosseini, 2007). Porque todo lo que ahora, de nuevo, está emergiendo allí, en Afganistán, en ese país sin casi nombre, ya está perfecta y bellamente descrito en cada una de sus páginas. Y, sobre todo, porque allí, en cada una de esas mismas páginas, está inmortalizada la lucha de las mujeres que se resistieron a no tener voz, la semilla que nunca podrá ser borrada ni destruida, el sonido imprescindible y necesario de las mujeres.
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