En un mundo normal no sucederían estas cosas, pero suceden, seguramente porque no vivimos en ese mundo normal tantas veces añorado. ¿Es aceptable que un maltratador con condena firme resulte finalista de un concurso literario convocado precisamente para apoyar la igualdad y que aquella precisa circunstancia le impida recoger los frutos de ese reconocimiento? Podría ser que, por extraño que parezca, lo que parece correcto no lo sea tanto.
Ya sé, ya sé que el tema se las trae. Que lo fácil es lo que ha sucedido. El lío. El echarse las manos a la cabeza. Calificar el asunto de ¡vergüenza!, pedir o exigir el apartheid del maltratador y que el premiado no reciba su reconocimiento, la publicación de ese relato. Censurarle. Eso es lo fácil. Lo instantáneo. Lo que apetece. Pero, ¿es lo correcto? Puede que, una vez más, el asunto no sea cuestión de blancos o negros. Que la respuesta correcta no sea la que parece que es por mucho que duela.
El diputado de Vox, Carlos Flores Juberías, es el protagonista de este doloroso relato. El personaje ha resultado finalista del concurso literario Beatriu Civera convocado por la concejalía de Igualdad del ayuntamiento de Valencia y cuyo objetivo es precisamente apoyar la igualdad entre hombres y mujeres y luchar contra los estereotipos de género. Dicho personaje —imagino se acuerdan— fue el diputado de Vox encargado por su partido de negociar el pacto PP-Vox en la Comunidad Valenciana tras las autonómicas del pasado año, el mismo que fue apartado de aquellas negociaciones con el hoy presidente Carlos Mazón y enviado a Madrid a toda prisa tras destaparse que en 2002 había sido condenado por “violencia psíquica, coacciones, injurias y vejaciones” hacia su expareja y madre de sus hijos, un delito que estaría hoy tipificado como violencia de género y que entonces lo fue por violencia familiar.
Nada más conocerse el fallo del jurado la oposición en el Ayuntamiento de Valencia —PSOE y Compromis— exigieron respuestas rápidas a la alcaldesa, mientras que la propia alcaldesa, María José Catalá, trataba de salir del lío como buenamente pudo. Por un lado, calificando el hecho y al finalista de una “provocación innecesaria”, y, por otro, encargando a los servicios jurídicos un informe… para darse tiempo y saber qué hacer. Está claro lo segundo —el tiempo—, pero menos lo primero, el qué hacer.
Si cumples las bases, miras para otro lado, se reconoce lo que el jurado ha votado, se publica el cuento galardonado de acuerdo a esas propias bases, malo. Pero si tomas el camino de la censura, casi peor. Conviertes al maltratador en víctima, le das la posibilidad de que acabe recurriendo a la Justicia y tengas que hacer lo que no querías hacer por orden judicial. ¿Es eso lo que pretenden Compromís y PSOE y muchos de esos opinadores/as de metralleta que nada más conocerse la noticia salieron en tromba para calificar el asunto de ¡vergüenza nacional!, de ¡oprobio!?
Tratar de aplicar la lógica de una supuesta aséptica realidad, aquella que encuadra lo que está bien a un lado y todo lo demás al otro, lo que se debe y no se debe, no siempre funciona. Menos en el mundo del arte, de la literatura, en el amplio mundo de la cultura y la creación artística, donde los límites deberían ser otros por mucho que duela. ¿Quién decide qué? ¿No habíamos quedado que parte fundamental del arte y la creación era eso mismo, la provocación? Sí, pero ahora no.
Aunque no sean equiparables las situaciones, podríamos hacernos preguntas como éstas. ¿Puede un condenado por asesinato ganar un premio de novela negra o su condición de convicto le excluye de tal posibilidad? ¿Puede, es lícito, que un terrorista condenado y cumplida su pena trabaje en una empresa de armamento si cumple todas y cada una de las condiciones que la empresa exige? ¿Cuál sería entonces la diferencia entre el maltratador, el asesino y el terrorista?
Está claro —tiene toda la pinta— que este diputado ha hecho lo que ha hecho para, como bien dice la alcaldesa de Valencia, provocar. Pero, una vez hecho el mal, una vez que el jurado ha decidido otorgarle el reconocimiento en base —se supone— al estricto cumplimiento de las propias bases de la convocatoria que exigían que los trabajos fuesen enviados bajo seudónimo, cabe interrogarse en base a qué normativa, ley, condicionante ético, etc., se puede adoptar la decisión de des-premiar al finalista por mucho que sepamos que es un maltratador convicto.
Posiblemente, en un mundo normal no sucederían estas cosas, pero bien sabemos —lo decíamos antes— que no vivimos en esa supuesta normalidad y debe ser por eso que encontrar el camino de lo correcto no es siempre tan fácil como algunos creen y opinan. Quizás merecería la pena pensar más antes de hablar, de escribir ese tuit ingenioso, de hacer esa declaración oportunista para congraciarte con los tuyos, de echar gasolina a la hoguera. Sobre todo para evitar que el relato corto premiado de este maltratador y provocador acabe convertido en una pesadilla de cuento.
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