Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

Aspe como síntoma

Pelea de gallos. Fotografía de Tomás Rojas (Fuente: Wikimedia).

La pequeña ciudad del Vinalopó de Aspe viene siendo desde hace semanas y como bien sabemos un improvisado plató para los noticieros nacionales. Prensa, radios y televisiones de todo el país se han desplazado o han enfocado sus cámaras hacia sus calles y plazas para darnos cuenta de las graves amenazas y atentados sufridos por el propio alcalde, Antonio Puerto, y su familia, así como para relatarnos la respuesta de solidaridad de una parte de sus propios vecinos.

Ese es el hecho. El suceso. El relato desnudo de unos acontecimientos que podemos ver solo como eso, un acontecimiento —otro más— triste y lamentable, un mero hecho aislado; o que podemos también, elevando la mirada, tratar de ver más allá, de echar una ojeada al envoltorio. Mirar hacia el campo de cultivo de una cierta justificación de la violencia que va creciendo aquí y allá y cuyo objetivo —difuso pero constante— es el de cuestionar cualquier autoridad, siempre, claro, que esa autoridad no la ejerzan los miembros de tu propio clan, los miembros de tu propia mafia. Y quizás, quizás, deberíamos adentrarnos por este complicado segundo sendero para tratar de entender y explicar lo que en apariencia serían solo una sucesión de hechos aislados. Ese relato mayoritario que impregna las crónicas informativas y la conversación pública de estos días sobre los acontecimientos de Aspe.

En el caso que relatamos, el hecho de que la víctima, el alcalde, Antonio Puerto, sea militante de Izquierda Unida, uno de los históricos de IU en la Comunidad Valencia por demás y uno de los pocos que ejerce de autoridad, no es tema menor; como no lo es tampoco el hecho cierto de que haya sido un primer edil dispuesto a hacer cumplir la ley en una cuestión que tanto cuesta de entender hoy en día a una parte de la población, como es el maltrato animal. Ambas circunstancias formarían parte de ese segundo nivel, del contexto en el que suceden las cosas. No hacerlo, no trascender, sería, de algún modo, como tratar de engañarnos a nosotros mismos. Como no querer ver que este suceso no debería ser visto como un suceso más, del mismo modo que un día aprendimos que la violencia contra las mujeres ejercida por hombres debía salir de las páginas de sucesos de los informativos para adentrarse en el terreno de lo estructural. De aquello que forma parte de un sistema que hace y asesina.

Más allá del lamentable episodio puntual de violencia que el alcalde y su familia vienen sufriendo, la realidad en la que estamos inmersos nos habla de una forma de proceder en la que cada vez más se está naturalizando que funcionarios, profesionales de la enseñanza y sanitarios mayoritariamente, pero no solo, sean cada vez más profesiones de riesgo. Según estudios, entre el 20 y el 40 % de cada mil profesionales de la sanidad habrían sido objeto de algún tipo de agresión relacionado con su trabajo.

Antonio Puerto, alcalde de Aspe (Fuente: Ayuntamiento de Aspe).

Lo que era un hecho aislado —la agresión física al personal sanitario proveniente de pacientes y familiares o las amenazas y agresión a maestros, maestras, profesores por parte de alumnos y padres— ocupan amplios titulares hoy en día. Y mayormente son tratados también, aparentemente, como hechos aislados, hechos a los que nos hemos ido acostumbrado y que formarían parte del paisaje informativo al que nos hemos ido acomodando, pero al que no deberíamos. Como tampoco deberíamos normalizar el salto a que el agredido sea un alcalde de una población como Aspe.

Entre los muchos recovecos por los que podemos caminar en la hermosa película de Patricia Font El maestro que prometió el mar, uno de ellos es cabalgar la dialéctica del peligroso salto en el que desvestir de autoridad al maestro del pueblo era el paso necesario para poder establecer el reino de la barbarie y el miedo como forma de gobierno. Allí, la principal víctima fue finalmente —era previsible— el propio maestro por todo lo que ello representaba; aquí en Aspe, lo está siendo el alcalde. Ambos serían herramientas para otros fines.

Allí, en la historia de la película antes citada, fueron los fascistas, quienes primero soterrada y silenciosamente, luego con las armas en la mano, impusieron su relato y su terror a través de la figura del maestro del pueblo; aquí, son quienes un día sí y otro también van dejando desde muchas de las tribunas públicas en las que intervienen muestras de sus amenazas, la semilla de la intolerancia y la violencia verbal contra quienes piensan, viven, sienten diferente. Sean estos inmigrantes, maestros, médicos, enfermeros. Ahora parece que también alcaldes. Primero se deslegitima, luego siempre habrá alguien dispuesto a ejercer la acción.

Aspe, en definitiva, como síntoma de una enfermedad. Síntoma de un camino hacia un territorio donde la mayor y principal víctima no sería ya solo el propio alcalde y su familia, si no la autoridad que él representa. Como la del maestro, como la del médico. Todas ellas gentes a las que, poco a poco, se les ha ido retirando capas de legitimidad para, finalmente, poder imponer un cierto tipo de barbarie. Un mundo donde solo caben unos pocos.

Pepe López

Periodista.

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